Merendábamos, mi madre y yo, en aquella cafetería los días que íbamos a ver una película al cine Principado (hoy, como todos los demás cines de esta ciudad, ya no existe) o a la consulta del médico, el doctor Garrido, que teníamos por entonces en la misma calle que los desaparecidos cines. La cafetería estaba en la calle de abajo. Era un local antiguo, con mesas cubiertas con manteles de color verde, una suave música al fondo y muchos cuadros de caballos por las paredes, siempre recién pintadas de un amarillo muy discreto. A la entrada, había una lámpara de pie que le daba un aire más acogedor al local, como si estuvieses en el salón de tu propia casa; luego, bajabas una escaleras y accedías a la cafetería. Siempre estaba llena de gente. A veces, teníamos que esperar unos minutos en la barra hasta que quedase alguna mesa libre. A mi madre, como a muchas mujeres de su generación, nunca le gustó comer en las barras de los cafés. Como los camareros nos conocían de otras ocasiones, enseguida nos encontraban una mesa. Nos gustaba una de las del fondo, pegada a la pared, desde la que podíamos observar toda la sala, el ir y venir de unos y otras (todos muy bien vestidos; al menos, a los ojos de aquel niño que veía cómo su madre también se había puesto uno de los últimos vestidos que se había comprado para la ocasión: cine y merienda o -esto sonaba peor- médico y merienda), las meriendas que los camareros iban sirviendo en el resto de las mesas. Bandejas con platos llenas de exquisiteces, dulces y saladas. Mirábamos la carta, haciendo que dudábamos de nuestra decisión, pero la cosa estaba clara: siempre pedíamos lo mismo. Dos tazas de té con limón y dos sándwiches de tres pisos, bien repletos de queso, jamón york, tomate, lechuga, mayonesa y un poco de ensaladilla rusa. Mi madre, tan golosa y tan friolera, sustituía algunas tardes aquel tremendo sándwich por una taza de chocolate con churros, sobretodo en los largos días del invierno, cuando ya hacía mucho frío y siempre parecía que estuviese a punto de ponerse a llover o a nevar. Me gustaba contemplar cómo espolvoreaba aquel sobre de azúcar encima de los churros humeantes y la cara de satisfacción que ponía, ¿quieres uno? Estar allí, en aquel café, suponía todo un acontecimiento. Uno de los muchos regalos que mi madre me ha hecho a lo largo de la vida. Me hacía sentir mayor, importante. No había ningún otro niño casi nunca por allí, acaso alguno muy pequeño en su cochecito de bebé. A mi me gustaba imaginar las conversaciones de las mujeres de las mesas de al lado (el local, al menos a aquellas horas, estaba repleto de mujeres que hablaban y hablaban unas con otras). Y mi madre sonreía. Decía: qué cosas se te ocurren. Y después, los dos contemplábamos los modelos más llamativos de aquellas mujeres: las joyas, los bolsos, los zapatos, las pieles que algunas llevaban anudadas al cuello y de las que, pese a los intensos calores de la calefacción, no se despojaban. Al rato, salíamos y de la mano, con las calles iluminando la oscuridad de la noche, regresábamos a casa comentando la película y la suculenta merienda, y pensando ya en volver allí cualquier tarde de la semana siguiente o de la otra.
Esos recuerdos de la infancia, dejan una huella imborrable en nuestros sentidos. Es una lástima que algunos padres, no sean capaces de ofrecer esos instantes de felicidad, tan sencillos y a la vez perecederos.
ResponderEliminar¡Enhorabuena, por poder compartirlos con ella!
¡Qué despetar tan emocionante el del día de hoy! Yo también merendaba con mi madre en una cafetería cercana al cine Principado, y por la descripción debe ser la misma.
ResponderEliminarEstoy seguro que habré merendado con Ovidio al lado cuando ambos éramos más jóvenes.
Y también mi madre merandaba churros y a mí siempre me daba dos para probar.
Resultan curiosos los recuerdos...
ResponderEliminarAl leer esto he regresado a aquella churrería de Paseo de Gracia a la que acompañaba a mi madre de pequeño. Como era un niño obeso, apenas me daba un trozo de las generosas porras que ella se comía, sólo cuando me desarrollé y espigué pude disfrutar de aquellas meriendas; por fin, me daba el capricho de dos o tres de aquellas suculentas masas, las cubría por completo de azúcar hasta que quedaban blancas y las degustaba con deleite.
Ahora ya no meriendo, pero muchos fines de semana desayuno porras del quiosco de la esquina, y siempre recuerdo el día en que vez primera me dieron dos.
Desde que hago la cronodieta apenas meriendo algo más que proteínas y como mucho, fruta, pero hoy me has hecho recordar las meriendas de la infancia a la salida de las clases de claqué: aquellas enormes y grasientas bombas rellenas de crema, ¡¡mucho tuve que bailar para que no se acumularan en mis caderas ah, malditas cartucheras!! Creo que de esa época me viene mi afán por bailar, bailar y bailar, ¿o no? Un beso, guapo
ResponderEliminarMe viene el olor a café y a tostada con mantequilla... de muchas tardes de merienda.
ResponderEliminar