Íñigo no sabe que llevo días escribiendo este texto, porque, si lo supiera, tan discreto como es, no me dejaría seguir haciéndolo. Podría empezar por muchos sitios a tirar del hilo, casi cuatro años de intensa vida en común dan mucho de sí, como es lógico. Lo voy a hacer desde Nueva York, esa ciudad que tanto anhelábamos descubrir y que tan presente está en nuestras vidas desde que la conocimos. Era una mañana templada de principios de septiembre, cercana al séptimo aniversario de aquel atentado que conmocionó al mundo y del que siempre habrá un antes y un después. Paseábamos por alguna calle cercana a la Quinta Avenida y, de repente, encontramos una librería, otra más. Me resulta imposible, en una ciudad que no sea la mía, pasar por delante de una librería y no entrar en ella. Así que entré. Él, cansado ya de tanto recorrido literario, decidió esperarme en un banco que había a sus puertas, terminando su café. No hay mayor espectáculo que sentarse en medio de la calle de cualquier ciudad -más aún si se trata de Nueva York, claro- y contemplar a las gentes que pasan, la vida que bulle y palpita velozmente alrededor. Pasado un tiempo salí de aquella librería con algún libro y un montón de fotografías de mis escritores y actrices favoritas en la mano. Lo hice emocionado, como hace siempre el buen mitómano cuando comparte su hallazgo como el más preciado de los tesoros. Su cara, la cara de Íñigo en aquellos momentos, me quedará grabada en la memoria mientras viva. Podría describirla de muchas maneras, pero lo haré sólo de una: el que esté o haya estado enamorado alguna vez y haya visto a la persona amada feliz, realmente feliz, sabe de lo que estoy hablando. No hubiese cambiado aquel instante por nada del mundo. Estar allí, en Nueva York, con él, después de haber conseguido un regalo inesperado (aquel puñado de preciosas instantáneas, que ahora tengo enfrente de mí, colgadas en la pared, mientras escribo), que siempre son los mejores regalos. Y sé -su cara así lo demostraba, no hacían falta palabras- que él tampoco lo hubiese cambiado. Un gesto, muchas veces, es suficiente. Aquel gesto, sin duda, lo era.
Uno, en la vida, se va encontrando con muchos compañeros de viaje: amigos, novios, amantes fugaces... Son personas que, como las piezas de un puzzle, van conformando de modo inevitable los tramos de tu propia existencia. He conocido, como casi todo el mundo, a todo tipo de gente en este sentido. Buena (la mayoría), mala y peor. Todos ellos han quedado atrás, como si perteneciesen ya a una vida que no fuera la mía, aunque en ese mosaico, lo quiera o no, cada uno tiene su lugar. El lugar de los buenos y los malos recuerdos que todos, llegados a cierta edad, atesoramos. Los compañeros de viaje, a diferencia de la familia, uno los escoge libremente. Y de todos ellos, uno sabe con quién se va casar, ese estado cuya complicidad va más allá de todo lo demás. A veces, algunos amigos me preguntan los motivos por los que uno se decide a dar ese paso. Y es algo complicado de explicar. Es algo que está ahí, intangible pero muy vivo, y que se sabe perfectamente. La complicidad, en todos los aspectos, es fundamental. Mirar la vida, en sus aspectos fundamentales, de la misma manera, aunque llegar a ese punto no es tarea inmediata. Dos personas que vienen de diferentes lugares, de mundos opuestos, y que se encuentran una noche cualquiera. Lo que, en principio, parece complicado, cuando el amor y la complicidad son los puntos de unión, el viaje se vuelve sencillo. Y después, tan sencillo como imprescindible.
Íñigo es mi mejor compañero de viaje, como he dicho repetidamente estos días en la promoción del libro. Y lo es porque disfruta de mi felicidad (¡no recuerdo a persona más contenta en el mundo cuando Elvira Lindo dijo que firmaba el prólogo y cuando vimos el libro impreso!, por citar dos casos recientes), como yo hago con la suya, y porque me apoya cuando esa felicidad se ve enturbiada, como ahora, en estos complicados días en los que aún estoy asumiendo que me voy a quedar sin trabajo. Son muchos los cambios, las transformaciones, los estado de ánimo. Lo malo de ir cumpliendo años, lo peor debería decir, es que empezar de nuevo a esta edad es algo que se vuelve muy cuesta arriba. Mucho. Pero él está ahí, con su mirada silenciosa, con su apoyo constante, con su sabia templanza, con la valentía con la que se enfrentó al mundo por el amor que sentía, y eso no se paga ni con este puñado de palabras. Íñigo, ya lo dijo Benedetti mucho mejor que yo: "Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo/ y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos". Mucho más que dos.
Buenas:
ResponderEliminarNo sé si leerás este post o no. No importa, tan sólo el hecho de escribirlo hace que piense que, en el instante en que le dé al enter, lo leerás de inmediato.
Me llamo Antonio, soy de Sevilla y el lunes pasado, paseando por Madrid me pasó con tu libro exactamente lo mismo que describes en él: "Hay un momento mágico, casi sagrado, cuando una persona entra en una librería, observa, curiosea, acaricia los libros, y, finalmente, escoge uno, ese libro, su libro, entre todos los demás libros, buenos y malos, y se lo lleva, ilusionada, debajo del brazo. Algunas personas, las más nerviosas, curiosas o impacientes, cuando salen por la puerta de la librería, sacan ya el libro de la bolsa y caminan, ensimismadas, hojeando las primeras palabras de ese tesoro recién adquirido. Me reconozco en esas personas. Ahí, sí, en ese instante no hallamos paraíso superior."
Hoy, entre libro y libro (soy bibliotecario), he comenzado a leerlo y he de confesar que he tenido que parar tres o cuatro veces, embargado por una profunda emoción que me producían ese llamado nudo en la garganta nada metafórico.
En definitiva, que me he reconocido en ese olor a dulces recién hechos, en esas manos de la abuela, en la noche de reyes o en ese amor incondicional por una persona con la que uno tiene la suerte de encontrarse en algún momento sin saber muy bien por qué motivo.
Únicamente es para felicitarte por tu exquisita y sencilla prosa y agradecerte que compartas con gente a la que no conoces, sentimientos muy profundos que se suelen guardar en los cajones más íntimos de la conciencia.
Desde Sevilla, muchas gracias y enhorabuena.
Antonio.
Muchísimas gracias, Antonio, por tus palabras. Escribir es algo maravilloso y complicado. Llegar a la gente, como mi libro ha llegado a ti, por lo que dices, es una de mis mayores satisfacciones como persona y como escritor.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo,
Ovidio
Entré contigo en la librería, me quedé un rato con Iñigo en el banco, estoy viendo esas fotos, su cara, y asistiendo a una de las más hermosas declaraciones de amor, y todo sin moverme del sofá. Un lujazo Ovidio, como siempre.
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