Me levanto despacio, con ese paso algo torpe que te queda después de la fiebre y de haber pasado demasiadas horas en la cama con las defensas bajas. Francesca viene detrás de mí, muy sigilosa, esperando que levante las persianas, que esa luz que ya se filtra por las rendijas inunde toda la habitación. No le gustan las persianas cerradas cuando intuye la luz del día al otro lado. Enciendo la radio y preparo café. Las mismas noticias de siempre: el aumento del paro para el nuevo año (allí, en sus colas, estaré yo el 2 de enero), políticos de uno y otro lado peleándose entre sí, inundaciones por el temporal, bajada y subida de las temperaturas, violencia machista... Qué pereza. El mundo sigue girando y todo sigue más o menos igual. Escucho la única noticia cultural que, al parecer, hay en el día: las palabras de Mario Vargas Llosa, en su discurso de aceptación del premio Nobel, hablando de su mujer. Le emocionan a él esas palabras y nos emocionan a todos, porque el amor, cuando es verdadero, produce escalofríos como si no hubiese pasado el tiempo. Ay, el tiempo...
Francesca ya está instalada en el cojín rojo, en la silla más cercana a la ventana. Lleva varios días inmóvil, como si la fiebre también se hubiese apoderado de ella. Días atrás, estuvieron en casa nuestros sobrinos, Iñigo y Javi, dos niños preciosos, tranquilos, simpáticos y muy cariñosos, sobretodo el mayor, el que se llama como su tío. De repente, al verlos, descubrimos a una Francesca completamente atemorizada, huyendo despavorida de su lado, corriendo como una loca por toda la casa, escondiéndose en los lugares más inverosímiles, sacando sus uñas como nunca antes lo había hecho. Pobre Francesca, asustada por la presencia de dos niños. ¿Quiénes son estos dos hombrecillos que osan inundar mi espacio?, pensaría. A ella, más que a nadie, le encanta la rutina. Ese dulce y lento transcurrir de los días. Ajena a todo alborozo que se salga de la convivencia habitual con nosotros. (Cuando vienen amigos a cenar, se deja querer durante los primeros cinco minutos. Después, se retira prudentemente a la habitación y no se vuelve a saber nada de ella hasta que la casa recupera su sonido habitual). Ahora ya se ha quedado dormida contemplando esos cielos grises y amenazantes de lluvia, los tejados de los otros edificios, las luces de Navidad que salen ya de las otras ventanas. Duerme profundamente, sí. Ni siquiera el sonido de esa lluvia que anunciaban por la radio la despierta. Observo su respiración pausada, cómo su cuerpo se mueve rítmicamente a su compás. Francesca, cómodamente instalada en su rutina. Ahora que vienen otros tiempos para mí, supongo que ha llegado la hora de modificar la mía, mi rutina. Decía Elvira Lindo -por experiencia propia- que siempre resulta complicado cuando dejas de trabajar fuera, por unos motivos u otros, hacerlo en casa. Debes de ser muy disciplinado, organizar las horas, no salirte de esos horarios, de esa otra rutina que tienes que establecer tú mismo: sin jefes, sin compañeros de trabajo, sin horarios establecidos por otros o por las demandas del mercado. Será cuestión de planteárselo y de no perder la calma. De atrapar esa serenidad que envuelve ahora a la gata, Francesca, feliz en su rutina, ajena por completo a todas las tormentas.
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