Recuerdo perfectamente lo que sentí la primera vez que, siendo ya adulto, pisé la Gran Vía. (Antes, ya había estado en ella, cuando éramos pequeños y mis padres, al regreso de las vacaciones en el sur, nos llevaban a ver los lugares más característicos de la ciudad). Fue una sensación muy emocionante. Estábamos en julio y mucha gente caminaba apresurada de un lado a otro. Otra, en cambio, disfrutaba relajadamente de las terrazas. Las camisetas escotadas, los pantalones cortos, los abanicos en las manos, los pañuelos en la cabeza, el sudor en la frente y en la comisura de los labios. Cada uno a su aire, sin reparar en el que tenía al lado. Gentes de todos los tipos, de todas las razas, de todas las edades y de todas las tendencias sexuales. La libertad más absoluta. Para mí, en aquel momento, la Gran Vía era eso: una explosión de colorido, de luz y de auténtica libertad. Aún hoy, años después de aquella primera visita, cada vez que piso esas aceras, sigue siéndolo. El contraste con las calles de una pequeña ciudad de provincias como la mía era (y sigue siendo) decididamente brutal. No tenía nada que ver. Gente durmiendo la siesta en la propia calle, gente vendiendo de todo -pulseras, anillos, collares, películas, gafas de sol, refrescos, bocadillos, lotería, amuletos-, gente recitando poemas, gente tocando jazz como si estuviera en el local más privilegiado de Nueva York. Aquellas notas aún resuenan en mi cabeza. Como entonces resonaban en todos aquellos cines, teatros, locales y demás emblemáticos edificios. Y detrás de cada uno de ellos, un misterio. Cientos de habitaciones, de oficinas, de pensiones, de hoteles, caros y baratos, viejos y modernos, lúgubres y de lo más chic. Cada ventana, una historia. Un nuevo y maravilloso contraste. La mujer más antigua y la más fashion. El hombre más trajeado y el más hippie. Ejecutivas, estudiantes, actores, cantantes, limpiabotas, camareras, parados, desahuciados, modernas, siniestras, punkies, asiduos visitantes de sex-shops, bingueras desesperadas, putas por un día... La Gran Vía de día y de noche. De noche, ay, cuando todos los gatos somos pardos y el brillo en los ojos se acentúa, se vuelve más vivo, más insinuante. Pasear por la Gran Vía de noche (esa noche que empieza al caer la última luz del atardecer y que termina al aparecer las luces del nuevo día, con resaca o sin ella, saliendo del garito más infame, de la discoteca más cool o de la cama más reparadora para nuestro insomnio, y que, durante todas esas horas, no deja ni por una décima de segundo de tener vida) es otra experiencia única, mágica, irrepetible. Todo se transforma de nuevo. Las mismas historias, ahora bajo el misterio de la noche, el prisma de las tentaciones, que cada cual escoja la suya, que allí nadie te juzgará. El bellísimo cielo azul de Madrid y el cielo nocturno con todas sus incógnitas, sus posibilidades, sus deseos y sus excesos. El ir y venir por todos esos lugares emblemáticos, con Chicote y su leyenda a la cabeza. El espíritu de Ava Gardner, para los mitómanos de las verdaderas estrellas, en cada rincón. Ahí, sí, en esa mesa, dicen, se sentaba a tomar el vermú alrededor del mediodía. Un vermú tras otro, bien secos claro, que las leyendas no se forjan con tonterías ni medias tintas. De regreso a la calle, ya de madrugada, la ciudad está cada vez más viva, más pletórica, más exultante. Los policías vigilando a las prostitutas, y ellas acechando a cada transeúnte, ofreciéndose por unos pocos euros. La fiesta que no se detiene. La vida que bulle, que fluye, que no se agota. La Gran Vía, hoy, a sus cien años, tan renovada, tan hermosa, tan llena de latidos, de miles de latidos. Un lugar al que hay que volver cada poco, como a esos lugares que ocupan un espacio bien destacado en nuestro corazón.
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