Buenos Aires es una ciudad inmensa, abierta, cosmopolita, decadente y melancólica. Aún hoy, varios meses después de visitarla por primera vez, con ese poso que otorga siempre el tiempo transcurrido y que resulta imprescindible para la acertada perspectiva de las cosas, puedo sentir esa melancolía. Es la que habita en las ciudades con un pasado esplendoroso y un presente con intenso afán de supervivencia. El frío del invierno acentuaba todavía más la cuestión. Aquel cielo, tan oscuro y encapotado la mayoría de los días, y aquel sol helado que a duras penas podía abrirse paso a través de él, en las zonas más empobrecidas de la ciudad, me traía a veces a la memoria el recuerdo de aquella otra decadencia, paisaje inseparable de mi infancia y primera adolescencia, la de buena parte de la cuenca minera asturiana, cuando, en los años ochenta, comenzaron a cerrarse casi todos los pozos mineros. El Barrio de La Boca, sin ir más lejos. El escenario era el mismo. Las casas destartaladas, las aceras a trompicones, la grisura que siempre trae consigo la necesidad, la falta de dinero, de proyectos, de entusiasmo. Luego, claro está, allí, en los arrabales de la ciudad argentina, brilla con luz propia la parte más emblemática, bien dispuesta y preparada para los visitantes. Tiene, ya digo, luz propia, muy colorista, la mítica que aparece en todas las fotografías, guías y reportajes, pero también decadente, aunque no tanto como el resto. Podríamos decir que, en esa parte de la ciudad, destaca todo ese colorido como destacan en mitad de la noche, al fondo de un triste y solitario café, los labios pintarrajeados de rojo de una anciana cansada que quiere mantener -sin éxito- la luminosidad de los buenos tiempos. Es, en este caso, ese tipo de decadencia. Hay, sin embargo, mucha dignidad en ella: en los labios de la anciana cansada, y en el barrio de La Boca, desde luego. Aquellas mujeres limpiando las mesas sencillas y desnudas de los restaurantes y aquellos hombres tratando de captar al visitante contándole historias de tangos y tanguistas, de reyertas y amores desgraciados que ocurrieron muy cerca de allí. Aquella fría mañana, a finales de junio, no sentimos el miedo. Ese miedo que, días más tarde, un taxista de mediana edad, reconocido nacionalista, nos infundió en una de nuestras travesías por la ciudad. Váyanse ahora mismo de aquí, bramaba ciertamente encendido, son ustedes muy jóvenes aún para morir en esta ciudad en la que sólo hay robos, descuartizamientos, prostitución y delincuencia, mucha delincuencia. El miedo es algo caprichoso, volátil, libre, viene y va. El miedo que no sentimos en aquella visita a Caminito, lo sentíamos ahora allí, en aquel taxi, a media mañana y en pleno centro de Buenos Aires, a causa de las feroces palabras de aquel hombre que nos contaba cómo había tenido que abandonar su carrera de abogado y su importante despacho para dedicarse a pasear a gente de un lado a otro de la ciudad por un puñado de monedas con las que alimentar a su numerosa familia. Tiempos duros, sí, también para Buenos Aires. Gentes que se buscan la vida. Como en San Telmo, zona de muchas tiendas de antigüedades, mercados de frutas y verduras, y mercadillos de todo tipo. En cada patio de cada casa, un tenderete montado. Son patios solemnes, elegantes, destartalados en su mayoría, como las propias casas, llenos de plantas más o menos cuidadas, con un intenso olor a humedad, a polvo y a madera vieja. Se vende de todo allí: desde ropa usada a cuadros, grandes y pequeños lienzos, fotografías, libros, bisutería, artículos de piel, utensilios de cocina, de costura o de labranza, muñecas de porcelana a las que les falta un pie o un brazo o un ojo, o herramientas de toda clase. El que más nos llama la atención es uno que tiene mucha ropa antigua, de hombre, de mujer y de niños. Como si se hubieran muerto de golpe todos los miembros de esa familia y sus parientes hubiesen vendido todas sus pertenencias en un gran lote. Zapatos de varios tamaños, trajes oscuros de caballero, chales y mantillas bordadas de dama antigua, abrigos, sombreros, tules y sandalias. Sobre todo ello, colgado en una percha en lo alto de una lámpara sin bombillas, como un fantasma que vigilase toda la galería de la parte de arriba, un vestido de novia, de corte muy clásico, levemente amarilleado por el paso del tiempo, solemne, misterioso, imponente. ¿A quién habría pertenecido ese vestido? ¿Llegaría a ser utilizado alguna vez? ¿Qué habrá sido de su propietaria? Detrás de él, hay toda una novela por escribir. La de su dueña y su familia y, probablemente, la de toda una generación. Allí, en San Telmo, en uno de los mercadillos callejeros, conocimos a Miguel -cincuenta y pico años muy mal llevados, aliento a vino barato, sin apenas dientes, con frío y tristeza en los ojos, y una sonrisa que, mucho tiempo atrás, debió de ser atractiva-, quien, al detenernos ante las bellas acuarelas que vendía, nos contó su vida mientras nos mostraba con orgullo un papel arrugado que estaba colgado en una de ellas y en el que exhibía los locales, mayoritariamente españoles, en los que había expuesto sus trabajos, esos que ahora vendía por menos de diez euros al cambio. Nacido en Buenos Aires, de familia acomodada, pronto sintió atracción por el arte en general y el dibujo en particular, y, al comienzo de la dictadura militar, cuando las cosas empezaron a ponerse feas, se marchó a Madrid. Allí realizó todo tipo de trabajos, tuvo cierto éxito con sus dibujos, cierto reconocimiento y consiguió bastante dinero, pero la vida, ay, suspiraba, la vida siempre es muy, muy... Le fallaba la voz, no le salía la palabra, las palabras. La vida, en fin. Otra novela por escribir, sin duda. Le prometimos pasar más tarde para comprar un par de aquellas bonitas y vistosas acuarelas, pero, cuando lo hicimos, Miguel ya no estaba.Músicos, pintores, poetas. Si en Nueva York, en cada esquina, te encuentras a jóvenes que quieren cantar y bailar, ser actores, conseguir una oportunidad, triunfar en Broadway, aquí, en Buenos Aires, lo que más abunda son jóvenes, estudiantes aún, que sueñan con estas otras artes. En cada uno de los numerosos y magníficos cafés, puedes encontrarlos, leyendo a Camus, a Borges, a Cortázar, a Susan Sontang o a Haroldo Conti, cuya biografía cinematográfica, con Darío Grandinetti como protagonista, según nos contó una librera agradable y eficaz, buena conocedora de su oficio, de Palermo Soho donde nos hicimos con sus cuentos completos, se estrenaba esos días. A Darío Grandinetti, como a Norma Aleandro, los vimos en dos de los muchos teatros ubicados en la calle Corrientes. El Obelisco, imponente, al fondo. Y a sus pies, niños de apenas diez años pidiendo dinero, comida, cigarrillos. Teatros antiguos, que conservan todo el olor y la magia de los teatros de verdad, sillas tapizadas de granate y madera, teatros donde tantos actores y tantas actrices, de aquí y de allá, vieron el éxito ante un público entregado, respetuoso y culto, como es el argentino. Es imposible ver a Norma Aleandro -inmensa en su papel de "Agosto", reciente Premio Pulitzer, gran espectáculo observar cómo pasa de la risa al llanto, de la alegría y la euforia a la más profunda y terrible sensación, de la cordura a la locura- sin recordar su interpretación en "La historia oficial", dolorosa revisión de un pasado no tan lejano de un país, ese país, Argentina. Caminando por esa calle, la calle Corrientes, o por cualquier otra de las inmensas avenidas de Buenos Aires, es imposible que no venga a la memoria aquel tiempo, el de la dictadura, como vimos retratada en esa película y en alguna otra, también memorable. Cabe imaginar la angustia, el dolor, el miedo, la represión, la injusticia. El sufrimiento de los perdedores, siempre los mismos. El de los que desaparecieron. El de sus familiares. El de sus madres sobretodo, las madres de Mayo, paseando aún con sus carteles y su dignidad, con sus pañuelos blancos en la cabeza y su cansancio, sus pasos lentos y silenciosos y sus pancartas muy descoloridas ya, por la emblemática Plaza de Mayo. Qué frío, aquella tarde, en aquella Plaza, pese a ser el día más caluroso y soleado de los que estuvimos allí. Toda la humedad del Río de la Plata cercándonos. La humedad y la memoria. Porque, como escribe Haroldo Conti en uno de sus cuentos, "el río es memoria". A la salida de los teatros, con la euforia propia que sentimos los que lo amamos de verdad después de ver algo realmente memorable, las infinitas librerías de la calle Corrientes, aún estaban abiertas; de hecho, lo estaban hasta altas horas de la noche. Las recorrimos todas, cada una con sus particularidades. (Los viajes no se hacen para descansar: para eso ya está nuestra ciudad, nuestra rutina). Y en cada una, un hallazgo. Unas cuantas calles hacia el interior, una de las más grandes, El Ateneo, antiguo teatro convertido en librería, y en cuyo escenario, mientras tomas un delicioso café con leche, puedes hojear tranquilamente todos los libros que te plazca. Ahí se detiene el tiempo. Y se aviva, como siempre, el deseo de encontrar algo nuevo, algo que llevabas buscando mucho tiempo, algo que haga esa jornada aún más redonda, más especial. Y siempre, sí, aparece ese algo. Triste, muy triste será el día que no lo haga. Vuelvo a Palermo Soho, a sus calles arboladas, a aquella tarde en la que nos hicimos con varios libros en la también espléndida librería Prometeo. Se ha convertido en una zona muy intelectual, según nos dijeron. Y se ha puesto muy de moda. El contraste con esas otras partes más empobrecidas de la ciudad es brutal. Nada que ver, claro. Aquí lo decadente deja de serlo para convertirse en vintage. Es la zona más cool de la ciudad, la más europea sin duda. Jóvenes -chicos y chicas- atrevidos, libres, descarados, modernos, de toda tendencia sexual, ávidos lectores, a su aire, que no tienen sobre sus espaldas ese tiempo gris que les tocó vivir a sus padres y a sus abuelos. Ahora las cosas son diferentes. Caminamos en silencio por las calles, muy concurridas pese a ser ya de noche cerrada, y entramos en un local. Nos sentamos en dos butacones de rojo desvaído, al lado de la ventana. Y casi al tiempo que nos sirven un sabroso vino tinto argentino, a su temperatura adecuada, Adriana Varela comienza a cantar. "Con la frente marchita", del mejor Sabina. "No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió", susurra Adriana con su voz de aguardiente. Y así es, pienso, mientras observo la calle, las sombras que pasan y se mueven entre las sombras de la noche, la vida que transcurre por delante de mis ojos.
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