Hay actrices que tienen una estrella especial dentro. Una estrella que les permite hacer reír o llorar, o, en un redoble de genialidad, ambas cosas a la vez. Pienso en Shirley MacLaine, en Giulietta Masina, en Carmen Maura. Grandísimas cómicas que te ponen como nadie un nudo en la garganta, un pellizco en la boca del estómago, un escalofrío en el corazón. Mujeres que encarnan magistralmente a mujeres normales y corrientes que, con miles de problemas a sus espaldas, con vidas alejadas de lo que se supone que sería lo ideal o lo soñado, se ríen de todo, empezando por sí mismas, claro. Que tiran de lo tragicómico de la vida con una risa, porque saben que eso, la risa, es lo único que, en el fondo, nos salva de las adversidades, de lo negativo, de tanta tontería a la que tenemos que hacer frente cada jornada. Anabel Alonso pertenece a este grupo de mujeres. Es una cómica sublime. Tiene esa capacidad (realmente excepcional) de salir a un escenario y que todas las miradas se dirijan a ella, que todos los focos la alumbren, que el teatro se revolucine con su sola presencia. Hace poco la vi en una obra estupenda, "Sexos", en el teatro de La Latina, y, nada más que ella sale a escena, consigue todo eso. Su sola presencia, en un escenario prácticamente desnudo, logra que el espectador sólo se fije en ella: en sus palabras, en sus risas, en sus gestos. El milagro ya está hecho: la risa asegurada, el estremecimiento recorriendo nuestra espalda. Hace años, en Avilés, también tuve la suerte de verla en un monólogo de Darío Fo, "Un día cualquiera", y esa magia de la que hablo ya estaba allí. No es fácil, como bien sabemos los amantes del teatro, para una persona sola mantener la atención del espectador durante hora y media. El monólogo no se anda con medias tintas. El monólogo está hecho para los intérpretes de verdad. Y Anabel, sola o acompañada, lo es. Lo es en términos superlativos.
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