Mi madre dice que, ya desde bien pequeño, siempre estaba con un libro en las manos, tanto en nuestra casa como en el apartamento de la playa. En mi habitación, en la de mis padres, en la terraza, en la bañera, en la cocina, donde fuera. No era un niño solitario, ni encerrado en mí mismo ni nada de eso, más bien todo lo contrario, era hablador y extrovertido, inquieto y alegre, dicharachero y comunicativo, sin embargo, no había cosa que más me gustase que refugiarme durante horas y horas en la lectura, en aquellos mundos que me hacían soñar, evocar, imaginar, disfrutar de la fantasía, de otras vidas. Yo, como todo el mundo, leí encantado "La Cenicienta", "Blancanieves", "Caperucita" y todos los demás cuentos infantiles, y eso no me impide ser un defensor a ultranza de las mujeres y de sus derechos. Creo que la educación y los valores deben aplicarse de otra manera, hablando con el niño, haciéndole ver -siempre desde la palabra, la palabra, la palabra- lo que está bien y lo que está mal, inculcándoles la igualdad con ejemplos, con razonamientos, desde bien pequeños. Los niños deben ver que su madre y su padre son idénticos en sus obligaciones, en el cuidado de sus hijos, en la elaboración de las tareas domésticas. Ése es el principio básico de todo. Y los niños tienen que ser testigos de eso desde el mismo día en que vienen a este mundo. Como también tienen que ser testigos de las lecturas de sus padres. De ese momento del día o de la noche en el que, pese al cansancio, la rutina y los quehaceres, los padres cogen un libro y se sumergen en él, aunque sea sólo un ratito. Si tú lees, ellos leen, como decía aquella estupenda campaña promocional de hace unos años. Por eso también creo que es importante el día del libro. Aunque reconozco que ese día, el del libro -como el del padre, el de la madre, el de los enamorados o el del Orgullo Gay-, deberían de ser todos los días, sin excepción, está bien que durante unas horas, como si de una gran fiesta de cumpleaños se tratara, abramos las puertas de las librerías, coloquemos los libros en las calles (donde, como en Buenos Aires o en algunos bulevares de París y de otras grandes ciudades, están todo el año), al alcance de todo el mundo, y celebremos que eso, la lectura, nos ayuda a vivir y a ser mejores personas. Y que todos, absolutamente todos, somos iguales.
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