Ha muerto Miguel Delibes, uno de los grandes. A él, en buena medida, le debo mi amor por el teatro. Tenía quince años y entraba por primera vez en uno, el Campoamor, para ver la adaptación de su novela "Cinco horas con Mario". El impacto fue brutal, absolutamente deslumbrante. Una mujer sola en un escenario desnudo, vestida de riguroso luto, delante de un ataúd, hablando y hablando con su marido muerto, recriminándole cosas, riñéndole por esto y por lo otro, recordando el tiempo vivido juntos. La mujer -durante casi dos horas- habla, ríe, llora, grita, evoca, se desespera, sigue adelante, se mantiene en pie. La mujer era Lola Herrera. Palabras mayores de la interpretación. Aquella mujer, en aquel momento, ya no era Lola Herrera: era Carmen Sotillo, víctima o verdugo o, simplemente, el fruto de una época gris y triste, muy triste. Pocas veces he visto un acoplamiento, una fusión tan salvaje entre una actriz y su personaje. El recital era conmovedor, abrasaba por dentro, escocía aquellas heridas aún sin cerrar del todo de un pasado demasiado cercano. Una obra riquísima en matices, en la que muchas mujeres podían verse reflejadas. Y también, desde luego, muchos hombres. Lola Herrera continuó su brillante carrera con otras obras (no me perdí ninguna), pero siempre, en unas épocas y otras, en otra vuelta de tuerca, regresaba a la de Miguel Delibes. Volví a ver la obra dos veces más y, en cada nueva visión, encontré una lectura distinta que complementaba a la anterior. Es lo que pasa con los clásicos. Hoy ha muerto Miguel Delibes. Es, sí, un día tan triste como frío, pese a la cercanía de la primavera. Por eso, con sumo agradecimiento, quiero recordar aquella noche inolvidable, el feliz deslumbramiento de aquel muchacho de quince años por el autor de aquella obra y por la actriz que la protagonizaba. Ese deslumbramiento que era el principio de todo y que sigue vivo -muy vivo- cada vez que entro en un teatro.
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