Volvía a casa pasadas las seis y media de la tarde, después de una larga e interminable jornada en aquel siniestro colegio de curas en el que pasé -desgraciadamente- los primeros años de mi vida. Sólo pensaba en llegar a tiempo para ver el nuevo capítulo de aquella serie rompedora, original, abierta, inteligente, muy moderna, convertida hoy en un clásico de la televisión. Me encantaban las historias de aquellas cuatro mujeres, ya maduras, alegres, divertidas, sarcásticas, ingeniosas, parlanchinas, que habían decidido vivir juntas, después de quedarse solas -tras divorciarse o quedarse viudas-, y que se reunían en la cocina para comer tarta de queso cada vez que el insomnio se apoderaba de ellas. Cada una, soberbia y sin quitarle protagonismo a las otras, en su estilo. El humor no tenía desperdicio. Cuatro actrices de primera fila, con un importante bagaje teatral y televisivo a sus espaldas, y unos guiones insuperables. Eran los comienzos de los años 80. El gobierno de Reagan. Los primeros casos de sida. El fin de la fiesta. Aquellas mujeres estaban por encima de todo, podían con todo. Se apoyaban, se ayudaban, se necesitaban. Y se reían. La risa, que siempre libera y abre la mente, era su arma contra los problemas. Dorothy, Blanche, Rose y Sofía: ¡qué espléndidas mujeres! Las actrices que daban vida a Sofía y a Dorothy, madre e hija en la ficción, ya no están en este mundo. Las otras, afortunadamente, sí. Qué placer haber encontrado a Rue McClanahan, la que interpretaba a la sureña y ardiente Blanche, en el mítico bar Stonewall de Nueva York, hace un par de años, presentando un libro escrito por ella misma. Los actores americanos saben como nadie que se deben a su público. Y a él se entregan: con energía, con esmero, con cierta teatralidad y un divismo cercano, en la mayoría de los casos. Allí estaba, un poco más envejecida, claro (¡habían pasado más de veinte años!), aquella mujer que tanto me había hecho reír con sus ademanes, con su excesiva personalidad, con su talento. Aquella mujer que, junto con sus compañeras de reparto, hacía que aquel día sólo pensase en la hora de salir de aquel colegio y ver el nuevo capítulo. Allí estaba, en el piso de arriba del Stonewall, una parte de los primeros años de mi vida. Cuando todo estaba por descubrir y aquella serie, memorable, era una ventana de luz en aquel paisaje tan gris, tan reaccionario que veía desde el pupitre de aquel maldito colegio.
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