viernes, 19 de marzo de 2010

Con mi madre

Es un día soleado de primavera, alrededor de la una del mediodía. Estoy tomando una cerveza, sentado en la terraza que hay enfrente de casa, esperando a mi madre que, como cada jueves, baja a comer con nosotros. Me gustan estos primeros días de calor que me incitan a eso, a sentarme en alguna terraza y no hacer nada más que charlar con los amigos y contemplar cómo pasa la vida. Mi madre: ahí viene. Después de lo mala que estuvo a causa de esa extraña enfermedad reumática que la dejó prácticamente inmóvil durante un tiempo, está estupenda. Con ganas de hacer cosas, de venir a vernos, de comer fuera, de sentarse en las terrazas, de una a otra, de contarnos sus historias. Habla y habla: la veo feliz, risueña, contenta. Mi madre. Qué difícil es hablar de la propia madre sin caer en los tópicos, en los sentimentalismos, sin emocionarse. Tiene sesenta años y ha dedicado prácticamente su vida a nosotros, a mi padre, a mi hermana y a mí. Fue su decisión personal, elegida libremente. Ella no lo dice pero yo sé que, ahora que han pasado los años y cada uno tenemos nuestras vidas, echa de menos aquellos momentos en los que pasábamos más tiempo juntos. Aquellas tardes, en casa, hablando, cocinando, viendo películas o series de televisión (en los tiempos en los que la televisión emitía series decentes). Mi madre no hace falta que diga una sola palabra para que sepa cómo está, arriba o abajo. Lo mismo que ella sabe, sólo a través de los silencios propios de una conversación telefónica, si estoy triste o alegre o eufórico o de mal humor, o si estoy viviendo todos esos sentimientos a la vez, que también puede ser, cosas del carácter. Las madres, algunas madres, lo saben todo. Los hijos, algunos hijos, también. Hay madres que no quieren saber, que prefieren ocultar la realidad y mirar para otro lado. Mi madre, no. Mi madre nos quiere y nos acepta como somos, ni más ni menos, con toda nuestra gama de complejidades. Respeta todas nuestras opciones, nuestras opiniones, aunque a veces no esté de acuerdo con ellas. Eso, más que ninguna otra cosa, la convierte en una gran madre. Recuerdo muchas noches, en la cocina de casa, hablando con nosotros y con los amigos que venían a cenar. Mi madre siempre quería que les diese lo mejor que tenía en la nevera, el mejor guiso, la mejor botella de vino, el mejor postre. Las cosas son para disfrutarlas, decía. Con Alberto, mi amigo de la infancia, sobretodo. A los dos les encantaba hablar de sus cosas entre ellos. Que si esto, que si lo otro... Risas y lamentos, que de todo había, como siempre. Mi madre todo lo veía bien, las decisiones de cada uno eran respetadas, algo casi sagrado. Lo importante, para ella, era, ya entonces, que fuésemos felices el mayor tiempo posible. Si nos equivocábamos de pareja o de trabajo, debíamos cambiar y tratar de buscar la paz con la nueva decisión. Así de sencillo. Con mi madre, todo es sencillo. Sabe convertir lo difícil en eso, en sencillo. Todos mis amigos se quitan el sombrero ante mi madre. No es que lo diga yo, lo dicen ellos. Y se lo dicen a ella, y eso es lo que más me gusta. Mi madre, ya digo, viene ahí, tan guapa como siempre, cojeando levemente (maldita enfermedad), cada vez más parecida a la abuela Virginia, su madre. Las manos, el pelo, los ojos, los andares, los gestos, la risa... Como los de la abuela. A veces las veo a las dos cuando me reflejan los espejos. La imagino el día de nuestra boda, feliz por vernos a nosotros felices, seguros de nuestra decisión, haciendo lo que nos da la gana. Le doy un beso largo (miles de besos largos y sonoros) y se sienta a mi lado y empezamos a hablar mientras esperamos a Iñigo, al que adora (el sentimiento es mutuo). Como aquellas noches, en la cocina de casa, hablando, hablando de todo, todo el rato, alegres o tristes, riéndonos o lamentándonos, ella siempre escuchando, animándonos, riéndose con nosotros. Mi madre, sí. Una de las mejores.

1 comentario:

  1. Sin ninguna duda, quienes hemos tenido el placer de conocerla, lo sabemos.

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