Fuimos amigos durante unos cuantos años. Muy buenos amigos. Era, la nuestra, ese clase de amistad que surge entre dos personas cuando se encuentran muy solas, se sienten diferentes del resto de los habitantes de una ciudad pequeña y reman del mismo lado del barco. Ella tenía seis años más que yo, que, por entonces, aún no había cumplido los dieciocho. Me enseñó muchas cosas: de la vida, de la literatura, del sexo, de la política, de los hombres y de las mujeres. Era la abanderada de todas las causas perdidas, la defensora de todos los derechos, la más roja entre las rojas. Feminista, revolucionaria, de izquierdas. Con Cuba mantenía una posición ambigua y no le gustaba hablar mucho del tema. Era mi amiga y la admiraba. Tenía detrás una vida dura, muy dura, y salía adelante como podía: en aquellos momentos, limpiando casas, oficinas, lo que fuese, mientras preparaba oposiciones. Le daba igual una oposición que otra: se presentaba a todas aquellas a las que, por edad y estudios, tenía acceso. Aprobó una plaza y se marchó de esta ciudad. La amistad siguió, pese a la distancia, pero, cuando tuvo oportunidad de regresar y regresó, por esas cosas de la vida, nos fuimos distanciando. Ya no veíamos todas las cosas del mismo modo. Y cierto resentimiento se había apoderado de ella. Dejamos de vernos definitivamente una tarde revuelta de otoño, hace ya más de quince años. Este pasado verano, una persona muy cercana a mí trabajó, durante mes y pico, a su lado. Aquella mujer, mi amiga de entonces, que abanderaba todas las causas y defendía todos los derechos, sobretodo los de los trabajadores, se había convertido ahora en una déspota salvaje con sus compañeros, en una alimaña con cierto poder y mando, en una despiadada jefezuela que se cebaba con los más débiles, ¡con las mujeres, sobretodo! ¿Dónde se había quedado aquella mujer que tantas cosas me enseñó y a la que tanto admiraba por su coraje, su fuerza y su adecuada -Cuba, al margen- posición de las cosas? Pienso en ella estos días, a raíz de las impresentables declaraciones del actor Guillermo Toledo. Hay una izquierda en este país que está haciendo mucho daño a la izquierda en la que algunos creemos fervientemente: democrática, decente, defensora de los derechos humanos sobre todas las demás cosas. Esa izquierda que un día suelta perlas como ésta y que otro insulta ferozmente a una de nuestras mejores escritoras. Y que sólo sirve para avivar el fuego absurdamente, para dar pábulo al contrario, para que la mayoría desprecie a nuestros cómicos, y para que la gente confunda unas cosas con otras, a unos con otros.
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