Trabajar en una librería es un poco como trabajar en el teatro. Cuando entra un cliente, es como salir a escena. En muchos casos, tienes que desplegar todo tu talento actoral, echar toda la carne en el asador, aprovechar todos los recursos posibles. Hay que ver cómo está la gente, alguna gente, con crisis o sin ella, ay. Esos clientes (clientas, mayormente) de los que hablo, te dan vueltas y más vueltas, rebuscan, descolocan, esto sí, aquello no, tenía yo un libro en casa y quiero ése, exactamente ése, es para un regalo, ¿sabes?, ¡huy!, no, no sé la editorial, el título y el autor tampoco, es que se casa una sobrina de mi marido, hace la Primera Comunión un nieto o voy a visitar a la hija de la hermana de una amiga que acaba de tener unos gemelos monísimos, y así te empiezan a contar sus vidas, anécdotas propias -divertidas, tristes, aburridas, excesivas, absurdas, surrealistas, patéticas-, cosas y más cosas, un blablabá continuo, asuntos muy personales en algunos casos, de todo hay. No digo que no sea divertido (a veces), pero hay que tener el día para ello, ciertamente. Hay mucha soledad en el mundo, mucha necesidad de hablar, de expresarse, de compartir, de soltar por soltar el rollo. El oficio de librero, además de al oficio del cómico, está ligado al de psicólogo. Tienes que escuchar pacientemente (¡cada cosa algunas veces, sobretodo si se meten en berenjenales políticos, que de esos casi mejor no hablar hoy!), asentir, sonreír, ayudar, aconsejar... Qué paciencia. Y el aplauso te lo llevas si, después de todo, te compran el libro que les recomendaste. Y si, días después, vuelven y te dan las gracias por la recomendación y se llevan otro, es como si directamente recibieras un Premio Max.
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