lunes, 21 de octubre de 2024

El Mieres de entonces, el Mieres de hoy

Ayer, por primera vez desde la muerte de mi madre, fuimos a Mieres. Como sabéis quienes habéis leído mi último libro, Mieres es un lugar muy especial para mí: allí vivió mi madre hasta que se casó con mi padre, y allí íbamos todos los fines de semana hasta que los abuelos desaparecieron. Allí está enterrada mi madre. Todavía no he podido ir al cementerio y no creo que pueda ir nunca. Mieres: sus calles, sus terrazas, sus puestos en el mercado (también de libros: encontré por tres euros dos libros de la escritora irlandesa Jennifer Johnston, publicados por Akal Literaria, lo cual, aunque desconocía a la autora, es sinónimo de calidad), sus gentes. Hacía mucho calor y bebimos vino blanco en la calle como si estuviésemos en agosto. Y entonces me vi, muchos años atrás, caminando por aquellas mismas calles de la mano de mi madre, siempre guapa y sonriente. Me puse un poco triste -los recuerdos, los recuerdos-, pero la mano que me sostiene en esta terrible época de duelo supo ahuyentar la tristeza por un rato. Comimos dos pinchos en el Café Carolina, que nada tiene que ver con el Café Carolina de mi infancia, pero como la memoria sigue siendo buena pude explicarle a Íñigo cómo era entonces. Allí, señalé, en aquel rincón, con mis padres y mis abuelos, tantos años atrás. Todos tan jóvenes. Jóvenes y guapos. Allí estaban. Allí estábamos. Como si el tiempo se hubiese detenido por un instante. Mi memoria conserva, como tantas otras, esa fotografía en blanco y negro que no existe en papel. Mejor la memoria que el papel, dónde va a parar. A lo lejos, me pareció ver a una amiga de juventud de mi madre. Caminaba con paso decidido y un cigarrillo entre los dedos -el rostro completamente arrugado-, pero no le dije nada. Mejor la memoria. Mejor conservar la serenidad en un domingo de otoño que ni parecía domingo ni parecía otoño. Ni siquiera una ligera brisa mecía las hojas que estaban a mis espaldas. Fui consciente, por unos segundos, de estar atrapado en aquella fotografía en blanco y negro. Luego, la sensación se desvaneció y regresamos a la ciudad en silencio, sin demasiadas ganas. 

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