No tengo madre. Tengo un marido que por decir que es mi marido me ha impedido acceder a trabajos en esta ciudad. Somos todos muy modernos hasta que. Hasta que lo dices en voz alta (un día os contaré, si acaso). Yo siempre lo he dicho en voz alta, así me va. Soy así, tómame o déjame, ahora es tarde, señora. Tengo un marido con los ojos azules y un corazón más grande que la propia ciudad. Está aquí, a mi lado. Está aquí, a mi lado, desde hace casi dieciocho años. Está aquí, a mi lado, ahora que no tengo madre. Antes, también. Y yo sigo diciendo que es mi marido. Porque lo es, que se joda quien se tenga que joder, sorry. Y porque lo demuestra, sí, cada día. Aunque yo no tenga trabajo (de la escritura no se vive, amigas, gracias de todas formas por comprar mis libros) y, lo que es peor, mucho peor, muchísimo peor, no tenga madre. Escribo, qué ingenuo, hasta dejar las pestañas, el corazón, las visceras y el hígado. Vale. No tengo madre. Tengo un buen marido. Escribo. Con eso no es suficiente. Cuento todo esto, así a lo tonto, porque él, mi marido, cumplió 49 años el otro día. Lo conocí cuando tenía 31 y desde entonces no nos hemos separado, que se jodan los que piensan que no existe el amor entre dos hombres (o dos mujeres). Que se jodan bien jodidos. Sé que teníamos que habernos ido a otra ciudad. Lo sé, lo sé muy bien. Pero aquí estaba mi madre, y por eso no nos fuimos. Mi madre, que hoy está muerta. Mi marido, que respira a mi lado, vivo, con 49 años recién cumplidos. No es motivo de poca celebración. Vivo. A mi lado. 49 años. Respiro. Respiramos. Aunque yo ya no tenga madre.
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