Abro la nevera y saco el paquete que me entregó ayer el carnicero. Le quito el papel y vuelco el contenido en una fuente que tiene tantos años como mi relación de pareja. Un kilo de carne picada. Cada vez me da más pereza hacer albóndigas, pero ya no tengo a nadie que me las prepare, así que si quiero comerlas no me queda más opción que espabilarme. Le pongo sal, pimienta, un huevo y un diente de ajo muy picado, y hundo mis manos en la carne. Roja y esponjosa. Les voy dando forma -pequeñas, redondas, bien prensadas con el pan rallado- y las coloco cuidadosamente en un plato grande y limpio. Aún me queda trabajo por delante y ya empiezo a sentir molestias en la espalda. Y es entonces, en medio del imponente silencio de la madrugada (entrar en ese silencio es como entrar en el mar, escribió Marguerite Duras), cuando me doy cuenta de las similitudes que existen entre cocinar y escribir. Da igual el plato que prepares, da igual el género literario que escojas. Ahí está, una masa de carne a la que darle forma. Ahí está, una historia que te ronda y a la que también debes darle forma. Siempre queda trabajo por delante y siempre termina por resentirse la espalda. Nunca, en todo caso, puedes huir. Dejar las cosas a medias si ya te has metido en el berenjenal, ya sean unas albóndigas o un nuevo libro. A ambas cosas hay que darles las atenciones y el tiempo que precisan. La misma paciencia. Lo contrario, abandonarlo todo, puede que sea otra manera de rendirse. De envejecer definitivamente. De encararte con la muerte antes de que llegue la hora.
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