jueves, 8 de agosto de 2024

Comida veraniega

Vamos a comer al apartamento de mi hermana, que ha comprado un tocadiscos y nos hace ilusión escuchar esos viejos vinilos que tenemos en casa de mis padres. Muchos vinilos que mi madre nos compró cuando éramos jóvenes y que escuchábamos allí cuando ella vivía y hacíamos comidas en su casa. Esos tiempos que jamás volverán y que recordamos a cada instante. Como siempre, termino cocinando yo (no me importa, pero a veces me gustaría llegar a un sitio y sentarme y que me lo den todo hecho). Los discos suenan bien, están todos impecables, pero un resorte nos lleva a esa casa, la de mis padres, cuando nos reuníamos allí y el verano entraba por las ventanas abiertas. Éramos felices y lo sabíamos. Yo lo sabía, como digo siempre. Cada instante era un momento para aprovechar porque no sabíamos lo que sucedería al instante siguiente teniendo una madre enferma. El recuerdo me hace daño y me consuela también, casi a partes iguales. El verano no está siendo muy bueno (no nos vamos a engañar), con la excepción de la escritura, pero seguimos avanzando con la presencia que no está y con las presencias que lo están. La ausencia siempre es una amenaza. Suena la música. Esa música que evoca al primer amor, a los veranos que parecían interminables, a los escritos aún balbuceantes... Como interminable parecía entonces la vida. La de mi madre y la nuestra. Suena, insisto, la música. Y lo recomendable es dejarse llevar. Y lo hacemos, nos dejamos llevar, con todas las consecuencias. 

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