domingo, 7 de octubre de 2018

Aplausos


Sonaban los aplausos. Y yo pensaba que cuando ninguno de nosotros esté ya por aquí, siempre habrá un adolescente encerrado en su habitación sintiendo que Lorca escribió aquellas palabras para él, sólo para él. Y quizá ese adolescente se convierta en un hombre que escribe y se suba una noche a un escenario y sepa que los aplausos que le dedican a su trabajo también le pertenecen a su madre, sentada en la primera fila, porque, entre otras muchas cosas, jamás le negó ninguno de los libros que le pidió, y siendo honestos habría que decir que nunca fueron pocos. 
Sonaban los aplausos, en el Club de Prensa, y eso siempre es reconfortante. Lo es porque el aplauso sincero es un reconocimiento al trabajo bien hecho. Y no hay mayor satisfacción después de las horas de preparación, de ensayo, de esos nervios que siempre aparecen aunque todo esté atado y bien atado. Sonaba Lorca y yo no podía pensar más que en ese tiempo en el que tanto disfruté con su obra. Lorca estaba allí, en la calle que ahora lleva su nombre. Lorca en la calle de Lorca. Lorca estaba en las palabras previas que pronuncié, en la voz de Azucena Vence, en la música de Richard García. En el silencio con el que el público escuchaba con entusiasmo y emoción y exquisito respeto las palabras del poeta. Casi como si aquellos hombres y aquellas mujeres descubriesen por primera vez la genialidad de ese escritor que se merece cada calle, cada plaza, cada rincón, que le dediquen en cualquier esquina del planeta.

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