jueves, 31 de julio de 2014

Otra película en blanco y negro

Faltan unos minutos para las nueve de la noche. El sol ya se ha ocultado definitivamente y un aire templado revuelve todas las hojas de los árboles del jardín y de los alrededores de esta casa. Ha regresado el silencio. Mis padres han venido a pasar el día con nosotros y acaban de irse. Sólo el incesante canto de los pájaros interrumpe ese silencio como una formidable y serena banda sonora. Estoy sentado en una de las sillas del jardín, escribiendo. Kenya, la perra, se ha puesto a mis pies. Pienso en ellos, mis padres. El viernes celebran sus cuarenta y cuatro años de casados. Evidentemente, yo no estaba en aquella ceremonia (nacería un año y pico más tarde), pero, después de ver tantas veces las fotografías en blanco y negro del evento y de escuchar muchas otras algunas de las anécdotas que acontecieron aquel uno de agosto de 1970 (el mismo día que, al otro lado del Atlántico, moría Frances Farmer: su vida, tras ver a Jessica Lange en el papel de la malograda actriz, fue una de mis obsesiones durante años: recortes, apuntes sobre los años oscuros, datos incompletos, fotografías de los tiempos de esplendor y de los que vinieron después: todo me servía para componer la injusta vida que le tocó vivir, por algún sitio debe andar el álbum que recoge todo eso), he creado una película en mi cabeza que recupero siempre los días previos a ese aniversario. Los nervios de ambos, la cara de felicidad, los trajes de la época. Los suyos y los de los (pocos) invitados que asistieron. El futuro que tenían por delante. Nadie sabía hacia qué lugares les iba a llevar aquel viaje que habían iniciado tres años atrás, cuando -en una tarde de lluvia- se conocieron. Es una película, también en blanco y negro, que me enternece y me transmite cierta melancolía. Supongo que es inevitable. Hay que tener en cuenta que cuarenta y cuatro años de matrimonio son muchos años, y ellos siguen ahí, juntos. Tratando de sobrellevar con paciencia esa enfermedad que le diagnosticaron a mi madre hace casi ocho años. Cuarenta y cuatro años de matrimonio. No todo el mundo puedo decirlo. Y ése es, sin duda, un motivo para estar alegre. Mucho. Sin embargo, también resulta inevitable pensar que la parte del viaje realizado es considerablemente mayor que la parte que queda. Y eso empaña un poco los (muchos) motivos que tenemos para la celebración. Mejor tratar de no pensar demasiado en eso. Como apunta mi amiga Araceli cuando hablo con ella del tema.
En estos tiempos inhóspitos y en este mundo repleto de tramposos, ellos, mis padres, continúan siendo uno de los pilares fundamentales de mi existencia. Mi marido y mi hermana son los otros. No creo que haga falta añadirlo. Pero, sinceramente, no sé muy bien qué hubiese sido de mí sin ellos en estos años tan difíciles. En esos días en los que levantarse de la cama supone un gran esfuerzo. Y esos otros en los que, tras levantarme eufórico, las fuerzas van decayendo cuando compruebas que no siempre el esfuerzo va acompañado de los logros conseguidos. El que resiste gana, ya lo sé. Pero hay días en que las frases, por bonitas que sean o por mucho premio Nobel que las haya pronunciado (Cela), no pueden borrar el desánimo, las decepciones, el cansancio. Así son las cosas.
Es en esos días complicados cuando las conversaciones con mi madre y con mi hermana y la templanza y la serenidad -el amor, la palabra adecuada- de Íñigo calman los desequilibrios de este tiempo inhóspito y de este mundo repleto de tramposos. La tormenta desaparece y se apaciguan los ánimos hasta el siguiente estallido. Momento de cruzar los dedos. Y de resistir. Seguir haciendo cosas. Y resistir. Olvidar algunos asuntos. Y resistir.
Ya casi es de noche. Ha refrescado. De repente, parece que estuviésemos a finales de septiembre, cuando se empiezan a reclamar las mantas al finalizar el día. Pero no me quiero ir de aquí, de este jardín, pese a la humedad que va calando los huesos como una fina llovizna. Quiero quedarme aquí un rato más, en este jardín (de hecho, me gustaría quedarme para siempre). En silencio. Buscando palabras. Pensando en esa película en blanco y negro, la protagonizada por mis padres, que sólo está en mi cabeza y que no quiero compartir con nadie. Pensando que será una película que no tendrá fin. Que las conversaciones jamás se detendrán. Que continuaremos acordándonos de Frances Farmer y celebrando el uno de agosto de la misma manera. Hay veces que pensar en sueños imposibles sigue siendo la mejor manera de seguir adelante, de afrontar las embestidas, de continuar el viaje. Este extraño y (a ratos) fascinante viaje. El de aquella película en blanco y negro que me trajo hasta aquí.

1 comentario:

  1. Precioso, los míos han hecho 45 en marzo yo nací en febrero del año siguiente. Algún día yo también escribiré su historia, llena como todas de altos y bajos, pero más de calma que de tormenta, al menos para nosotros sus hijos. ¡Dios! no sabes cómo te envidio cuando hablas de esa persona que te da serenidad que te da el equilibrio que necesitas. No os envidio a vosotros por supuesto, la envidia no genera los sentimientos que yo os deseo de corazón, envidio el momento justo en que la encontraste, el momento en que se cruzo en tu vida. Os deseo un largo camino juntos tan largo y provechoso, al menos, como el de tus padres. Qué tengáis un fantástico día 1 de agosto.

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