miércoles, 16 de julio de 2014

Un apunte sobre aquella infancia

De aquellos días -los de las fiestas del Carmen, en Mieres, a principios de los años ochenta- recuerdo el sonido de los coches de choque, la imagen de la noria perfilándose -imponente-  hacia lo alto, el tren de la bruja (mi preferido), la música rumbera que salía de todas aquellas atracciones (Los Chichos, Los Chunguitos, María Jiménez, y en este plan) y las personas que se encargaban de ellas, con un cigarrillo rubio y una copa de algo (¿Whisky? ¿Ron?) que siempre iba acompañado de Coca-Cola entre las manos. Se instalaban cerca del edificio de ladrillos rojos donde vivían los abuelos. Y por la tarde, después de la comida y la siesta, nos acercábamos hasta allí. Aquello, a mis ocho o nueve años, suponía una auténtica fiesta. Todo me llamaba la atención. Aparte de las atracciones (sólo me interesaban los billetes para el tren de la bruja: aquella bruja que siempre era un hombre feísimo vestido -disfrazado- de mujer que soltaba unos buenos escobazos a los mayores que acompañaban a sus hijos, sobrinos o nietos ), el camión de los helados y los puestos con golosinas, palomitas, pipas, cacahuetes, almendras tostadas, cocos partidos en rodajas desiguales, aceitunas, maicitos, cebolletas... Todos los puestos tenían una disculpa para detenerse delante. No hace falta decir que todo me llamaba la atención y me apetecía. Era el abuelo el que primero sacaba un billete de cien o de quinientas pesetas para que comprase todo lo que se me antojase. Y la vuelta, siempre era para mí. (Mi hermana aún era muy pequeña: casi seis años nos separan). Después, mientras los mayores estaban tomando una cerveza o una botella de sidra en una terraza, yo me encargaba de aquel botín que, gracias a la generosidad del abuelo, siempre tenía de todo. Si te comes todo eso, te va a doler la barriga. Eran las palabras de mi madre o de la abuela. Nunca me lo comía todo porque, en aquella época, por increíble que ahora parezca, era muy mal comedor, incluso de las cosas que más me gustaban. Lo que sufrió mi madre con ese tema sólo ella y yo lo sabemos. Ella por los intentos para que aquello cambiase y yo, por todo lo que tenía que ingerir sin gana. ¡Incluso llegó a darme el jugo que soltaba la carne de caballo cocida porque no sé quién le había dicho que tenía muchas proteínas! Aún recuerdo con verdadero asco aquel sabor.
Allí sentado, en aquella terraza, rodeado de los mayores, me sentía importante. Como todos nos hemos sentido a esa edad en la que lo único que importa es que ellos, los mayores, los padres y los abuelos, estén allí, a tu lado, protegiéndote. Bebía un Bitter Kas, que era la bebida que más me gustaba por entonces (niño raro, lo sé) y escuchaba la música de la orquesta que ya empezaba a sonar. Versiones de canciones famosas de intérpretes muy conocidos. De Raphael a la Jurado. De Nino Bravo a Rocío Dúrcal. Y escuchaba las conversaciones de mis padres y de mis abuelos. Y el mundo -mi mundo- era aquello, las personas que me rodeaban. Nada malo podía pasar. Estaba convencido.
Los años, como siempre, se encargaron de contradecirme, claro, como a todos. Pero hoy, por esas cosas del calendario, he recordado aquellas fiestas, las del Carmen, en Mieres, a principios de los ochenta, y no me he puesto triste, no (acaso un poco melancólico: lo normal). El amor de aquellas personas -mis padres, mis abuelos: ya desaparecidos los dos- es lo que ha conformado al hombre que hoy soy. Una manera de estar y de entender el mundo y de querer a los que me rodean.     

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