lunes, 7 de julio de 2014

Una tarde de verano

Hacía tiempo que no caminaba solo por la parte vieja de la ciudad un domingo por la tarde. Un domingo de verano, con buena temperatura y un sol que aparecía y desaparecía a su antojo, sin alarma de lluvia. Las calles, a esas horas, cuando los más rezagados aún terminaban de comer en alguna de las terrazas próximas al ayuntamiento, estaban prácticamente vacías. Se podía respirar ese olor: el del verano, disperso en el ambiente, incluso en esas zonas sombrías donde jamás luce el sol y siempre parecen posarse esas pequeñas nubes de polvo cuya densidad tan bien resulta para las fotografías en blanco y negro. Cuando uno va caminando solo por esas calles que conoce a la perfección, apenas se fija en el paisaje: tantas veces -solo o acompañado, a unas horas u otras- transitado. Uno se dedica a pensar. A veces, si la cabeza no está demasiado embotada por el calor, se dedica a pensar en muchas cosas. Es inevitable. Por un lado, conviene dejar los pensamientos negativos a un lado. El paseo debe ser una especie de terapia contra ellos, una manera de ahuyentarlos, de ponerlos firmes. No se les debe conceder demasiado espacio. Los domingos suelen ser días peligrosos para ese tipo de pensamientos: suelen atacar ante la más mínima muestra de indefensión o temblor. Sólo con intuirlos, más vale esquivarlos. Sin contemplaciones. Sin remordimientos. Atajando los quebraderos de cabeza que siempre acarrean. Todos esos líos. Todas las veces.
¿En qué piensa uno caminando solo por la parte vieja de la ciudad un domingo por la tarde? Al pasar por los puestos del Fontán, ya casi todos recogidos, mientras varios hombres están barriendo la calle y recogiendo cartones y demás enseres que se fueron quedando por las esquinas, es inevitable pensar en el aspecto que tendría unas horas antes, cuando todo estaba repleto de cosas -libros, discos, gafas, zapatos, muñecas, antigüedades...- para la venta, como esos otros domingos -la mayoría- cuando pasamos por allí, casi siempre antes  del mediodía. ¿Me habré perdido algo -un libro descatalogado, sin ir más lejos- por no haber ido ese día por la mañana? Quién sabe. Los viajes de los libros son muy caprichosos. El azar, más aún. Si ese libro, supuestamente perdido, no llegó a mis manos, ya lo hará, si es que realmente tenía que hacerlo. A veces, sí, el azar, pese a sus caprichos, posee cierta lógica, cierto sentido. Muchos libros llegan a nuestras manos así, por una cuestión de azar. Como tantas otras cosas. Aunque a veces nos resistamos a pensar lo contrario.
No puedo dejar de pensar en uno de los libros que estoy leyendo estos días. "El viento en las hojas", de José Ángel González Sainz, publicado por Anagrama. En esa prosa escrita para leer detenidamente, sin prisas, para saborear como el niño protagonista de uno de los relatos saborea el limón de su helado. No hay prisa, me digo, para terminarlo. Me gusta que estos días ese libro esté ahí, al alcance de mi mano, para rescatar un párrafo, varias páginas, el cuento leído. Uno de los cuentos ya leídos, todos ellos soberbios.
El sabor de un helado, de vainilla en mi caso -pensar en él, en el helado de vainilla, como recompensa a la larga caminata-, puede ser otro pensamiento para esa tarde lenta. Pese a la velocidad de los días, hay tardes que transcurren así: lentas, muy lentas, y repletas de palabras y pensamientos que nos remiten a otras palabras, a otros pensamientos, a otros lugares. Quizá a los mismos de siempre.
Una tarde de domingo. Un domingo de verano, caminando solo por la ciudad. Pensando. Pensando también en el sabor de la vainilla. Disfrutando de ese paseo, de esos minutos que transcurren lentos pero que rápidamente se enredarán en la vorágine de estas vidas que siempre -queramos o no- pasan demasiado rápido.

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