jueves, 7 de agosto de 2014

Una bicicleta roja

Las puertas y las ventanas de la casa están cerradas. La maleta, también. Regresamos a la ciudad, a nuestro apartamento. Han sido unos días estupendos, alejados de los quebraderos de cabeza, de esas calles desiertas de los veranos en la ciudad. Aquí, en el campo, parece que todo eso queda atrás. Como si las montañas y los árboles y el viento que los mece impidiese de alguna manera que pasaran los problemas. Pero la casa no es nuestra y hay que regresar a las calles desiertas, a la rutina, a las tareas cotidianas. Las puertas y las ventanas de la casa ya están cerradas. La maleta, en el interior del coche. Caminamos lentamente hacia él, hacia el coche, como si nuestros pies no quisieran hacerlo. Echamos un último vistazo a ese escenario en el que hemos pasado buenos momentos en estos días. Las "Variaciones Goldberg" ya están sonando cuando Íñigo me dice que ya es la hora, que tenemos que marcharnos antes de que se haga de noche. El portón de la finca se abre lentamente. Y el coche avanza con la misma lentitud. Y es en ese camino de apenas medio kilómetro que debemos recorrer hasta alcanzar la autopista cuando la descubro. Una bicicleta roja. Una bicicleta roja infantil. Está apoyada en una de las esquinas de un muro de piedra, como si su dueño la dejase ahí habitualmente para ir a buscar la merienda o para atender alguna de las llamadas de su madre, de su padre o de su abuela. Quizá deba hacerse cargo de algún hermano pequeño mientras ellas, la madre y la abuela, se ocupan de alguna tarea extra o bajan al pueblo a comprar provisiones para la próxima semana. El caso es que está ahí, la bicicleta roja, mientras nuestro coche paso por su lado. Una bicicleta roja muy parecida a la que yo tenía a los nueve o diez años y con la que recorría aquellos caminos que rodeaban la casa de mis abuelos, en el pueblo. Un pueblo similar a éste. Creo que todos los niños de mi generación tuvimos una bicicleta así, roja. A mí, particularmente, con lo torpe que soy para algunas de estas cosas, me costó mucho aprender a manejarla. Recuerdo a mi padre, ya medio enfadado y sin paciencia, diciéndome cómo tenía que hacerlo, mantener el equilibrio, pedalear, no perder el control. Tengo que decir que, cuando aprendí a hacerlo, dejó de entusiasmarme enseguida. Mis gustos iban por otro lado. Pasarme la tarde leyendo en una hamaca, por ejemplo. O escuchar las conversaciones de las mujeres en aquellas tardes largas y chejovianas. Qué le vamos a hacer. Sin embargo, esa bicicleta que ahora nos encontramos apoyada contra un muro de piedra, abandonada momentáneamente por su joven dueño, me remite a aquellas tardes luminosas de la infancia. Porque la infancia es más larga que la vida. No lo digo yo. Es una frase de Ana María Matute que acabo de leer estos días en una entrevista que permanecía inédita hasta ahora. ¡Qué gran frase! Resume más que muchos libros enteros una manera de posicionarse y de entender el mundo. La infancia es más larga que la vida. Ahí queda eso. Y el que quiera (o pueda) entender, que entienda. Como ella misma continúa diciendo.
Yo me quedo con la frase, claro. Y con los días transcurridos aquí, en este pueblo, que, al igual que esa bicicleta roja, me condujeron a aquellos otros, los de la infancia. Tan lejanos y cercanos al mismo tiempo. El pasado, una vez más, conformando el presente. Nuestro presente. Mientras el coche avanza hacia la ciudad y nosotros, en silencio, seguimos escuchando el buen hacer de Glenn Gould.

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