jueves, 19 de diciembre de 2013

La mujer silenciosa

La mujer está siempre sentada en el mismo sitio, en la calle de enfrente del teatro. Lleva la cara pintada como un payaso, un largo vestido blanco, el pelo (una peluca negra que contrasta poderosamente con el blanco ajado del resto del atuendo) como el de una antigua muñeca de porcelana. Parece, sí, toda ella, una especie de muñeca de porcelana robusta, una bailarina entrada en carnes, una novia a la que hubiesen abandonado a las puertas mismas de ese teatro. No sé muy bien en qué consiste su arte, si es que posee alguno. No actúa como un mimo, que podría ser: pero nunca realiza ningún movimiento. Está sentada en un taburete bajo y tiene un cuenco metálico a sus pies para las monedas que la gente le va dejando. Pasas por delante y no sonríe, no se mueve, acaso te dirige una mirada de reojo (grandes ojos, desconfiados) como si te reclamase esas monedas (pocas) que algunas personas van echando en el cuenco metálico. La mujer silenciosa. Llamémosla así. Se coloca la peluca ensortijada y oscura, se viste con ese vestido que parece sacado del baúl de algún desván (¿el de sus padres, el de sus abuelos?) y se sienta en el taburete bajo. Confía -supongo- en la bondad de los desconocidos. Como la heroína de Tennesse Williams. Como una Blanche Dubois sin demasiada fantasía ni misterio. (Quizá, a pesar de ser más joven, ese aspecto un tanto fantasmal recuerde más al de la madre de Bernarda Alba).  Acaso, sí, con un misterio: el que esconde su vestimenta, la vida que está detrás de esos ojos que te miran, que te reclaman unas monedas. En silencio. Sin aspavientos. Sólo una mirada de reojo. Ojos grandes y un tanto desconfiados. ¿Qué vida habrá detrás de todo ello, de esa mujer silenciosa? ¿Una actriz frustrada? Sí, posiblemente. Por eso le gusta estar ahí, enfrente del teatro, observando sus enormes ventanales, las luces que a veces se encienden, los carteles de las primeras figuras que pasan de vez en cuando por esa calle, la de enfrente. Todas esas luces. Las que ocultan, aunque sea por unas horas, las sombras. Las de los propios intérpretes. Las nuestras, las de los transeúntes. Ese ir y venir, cerca del semáforo, enfrente del teatro.
La jornada es larga para ella, así que me imagino que pensará en todas esas grandes figuras (primeras actrices que siguen en activo y otras que ya no están, lamentablemente), las que se subieron a las tablas de ese teatro. Pensará en la vida que la abocó a sentarse en ese taburete y que nosotros sólo podemos imaginar. Como el que imagina lo que hay detrás de cada vida cuando la función termina o las ventanas de las calles se encienden al caer la noche. Las frías noches de invierno. Las eternas noches de estos meses. La nieve que revolotea. El olor que procede, desde lejos, de los puestos de castañas asadas. El rumor del viento agitando las hojas de los árboles. Suelo verla a primera hora de la mañana, bastante temprano. Alguna vez, ya al caer la noche, la vimos levantarse del taburete, plegarlo, recoger el cuenco y las monedas (pocas), y marcharse hacia su casa o quién sabe hacia dónde, bajo el revoloteo de la nieve y las luces de las farolas o de los adornos navideños. Con ese mismo vestido, con el rostro maquillado, la peluca ajustada. Aquellos días perfectos de los que hablaba Lou Reed en su canción son más bien escasos. Ella lo sabe. Todos lo sabemos. Aunque, a ratos, la vida se encargue de regalarnos alguno y nos vayamos a los parques a beber sangría. Quizá ella, la mujer silenciosa, ya no se acuerde de ellos. O quizá sí. Cada noche, preparando la cena o ya en la cama, escuchando la canción de Lou Reed. O cualquier otra de esas canciones de amor que le hagan olvidar la monotonía de la vida, la frustración, el vestido ajado, la cara de payaso, la peluca exagerada... La boca sin palabras, el gesto congelado, el mimo sin movimiento alguno, la actriz sin texto. El teatro cuyo escenario nunca pisará. Los carteles en los que no figurará. Las luces, siempre en la corta distancia que separa una calle de la otra. El olor de las castañas que viene de lejos. El rumor del viento agitando las hojas de los árboles. El rumor imaginado de un éxito que nunca llegó.
La mujer silenciosa. Llamémosla así. El cuenco metálico con tres o cuatro monedas pequeñas: todo calderilla. Bajo el cielo de esta ciudad, enfrente del teatro, la nieve revoloteando, que estamos en la época: ligerísimos copos posándose en el vestido, en la peluca, en la punta de la nariz. Nunca hay aplausos a ese lado de la calle.

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