jueves, 26 de diciembre de 2013

En la cocina

Lo mejor de las fiestas, se celebren donde se celebren y se trate de la fiesta que se trate, ocurre en la cocina. Las charlas que acompañan a los preparativos, los vinos que se toman mientras guisas esto o lo otro, las confidencias que se destapan sin pudor. No importa que se trate de la comida de un domingo cualquiera o la de uno de estos días navideños, tan llenos de excesos: aquí no hay tregua que valga. En la cocina se disfruta tanto como en el transcurso del propio almuerzo. Cuando era pequeño siempre quería estar en la cocina de la casa de los abuelos de Mieres. Con mi madre y con la abuela Virginia. Aunque los hombres protestasen: la cocina -como las muñecas- no era cosa de niños, sólo de niñas. Ahí es donde aprendí a cocinar. No he olvidado ni una sola de las recetas de la abuela, ni uno solo de sus movimientos, de un lado a otro de aquella espaciosa cocina, trajinando entre platos y fogones, cocinando deliciosamente a su manera, que era la manera de las mujeres de su familia, aquellas que se habían quedado en Galicia, su tierra natal. Las risas y la algarabía estaban aseguradas. Allí, en la cocina de la abuela, resultaba imposible aburrirse. Los olores, los sabores, los colores de los alimentos. La mezcla. La delicada preparación. El mimo y el cuidado con el que todo se preparaba. A ella, a la abuela, le encantaba cocinar. Era una de sus pasiones. La otra era la costura, a la que se dedicaba desde muy joven. El oficio con el que se ganaba la vida. Tan primorosamente realizado como los platos que elaboraba y que todos degustábamos con deleite.
Aún puedo verla, en ese ajetreo por tenerlo todo a tiempo para la hora de la comida. La luz de la primavera entrando por el balcón o la del invierno, con ese olor a leña quemada que se diluía en el ambiente al abrir la puerta de la calle. No, no abráis la puerta de la calle, decía la abuela, que la corriente de aire puede estropear la empanada que está en el horno. Y no la abríamos, claro. Siempre hacíamos caso a la abuela. Su palabra era sagrada. Porque no era una abuela gruñona o dictatorial. Nada de eso. Y los niños siempre saben eso. Los niños obedecen a quienes no les abruman. Ni les sueltan retahílas o pesados y aburridos discursos. Los niños saben más de lo que los adultos nos imaginamos. Aunque ahora, los adultos, no recordemos eso, ay.
Mi  abuela estaba ahí, en la cocina de su casa de Mieres, todas aquellas navidades, hoy tan recordadas. Las navidades de la infancia son siempre las mejores navidades, aunque, entonces, tampoco lo sepamos. Y nosotros estamos aquí, en la cocina de mi madre, hablando, bebiendo, riendo, preparando la cena, peleándonos por la palabra... Yo soy el que recuerda aquellos momentos en casa de la abuela Virginia, en Mieres,  pero no quiero decirle nada a mi madre para que no se deprima ni se ponga a llorar. Qué ingenuo. No hacen falta palabras. Sé que ella lo está recordando exactamente igual que yo. Aunque, como yo, no diga nada porque no es necesario.

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