domingo, 15 de diciembre de 2013

La enfermera

Conocí a unas cuantas mujeres como ella. Sobre todo, en los tiempos en los que salía mucho por la noche. Mujeres solitarias, sentadas a la barra de un bar, buscando con quien conversar o no haciéndolo, ensimismadas en sus copas, en sus pensamientos, en sus recuerdos. En un punto fijo del cristal del otro lado de la barra, donde se reflejan las botellas de variados licores. La mirada, perdida en ese punto, ausente. Mujeres que salían de sus trabajos, de unos trabajos que -probablemente- no las satisfacían. Dinero contante y sonante para pagar la habitación donde dormían, para pagar las copas y la comida y el tabaco y las medias que estrenaban esas noches, las de los viernes y sábados. Mujeres que no eran felices, saltaba a la vista, aunque es probable que en algún momento de sus vidas hubiesen conocido la felicidad, siempre tan efímera. O la hubiesen rozado, simplemente, que la felicidad todo el mundo sabe que es muy escurridiza. Mujeres que, tal vez, buscaban un hombro en el que apoyarse para esa noche, una cama que compartir. El mundo está lleno de solitarios. No hay problema. Si dos solitarios quieren compartir una noche, en una cama o en la barra de un bar o en un callejón, no les resultará difícil. Hay ciertas cosas que la edad vuelve más sencillas. ¿Vienes a mi casa esta noche? A la mañana siguiente, no habrá despedidas, ya lo sabes. Ni siquiera habrá un beso o una taza de café compartida. Hasta la próxima vez nuestras soledades quieran aliarse, refugiarse la una en la otra. Eso es fácil. Ya sabes en qué lugar encontrarme. Mis gustos no varían demasiado: prefiero los lugares de siempre, donde nadie tiene que preguntarme qué copa quiero tomar. Ésos, más o menos, podrían ser los diálogos.
La mujer de la que hoy quiero hablar estaba uno de estos mediodías en la barra de un bar alejado del centro. Uno de esos bares a los que, al mediodía, los hombres jubilados bajan a tomar unos vinos servidos en vasos de sidra y a comentar las últimas andanzas de los políticos, las noticias más destacadas del periódico del día, la chica que esa semana viene en la portada del Interviú. Allí estaba ella, con un abrigo negro y un pañuelo del mismo color que el marcado colorete que llevaba en las mejillas y en las uñas, rosa intenso. El pelo largo y negro, muy negro, un poco sucio. Alrededor de sesenta años. Se parecía a Terele Pávez cuando Terele interpreta a mujeres de vida poco afortunada, que es casi siempre. Acodada en la barra, apuraba un vino tras otro. Entre medias, se acercaba a la máquina tragaperras, echaba unas monedas, más monedas, no salía ningún premio. Hay quien no es afortunado en el juego ni en el amor. Hay quien no es afortunado y punto. Los ojos vidriosos por el alcohol o por la rabia. O por ambas cosas. Le hablaba a la máquina como quien le habla a una amiga (o a una enemiga) imaginaria. Pero ni una ni otra -la máquina, la amiga (o la enemiga) imaginaria- suelen contestar. No encontró más monedas en el fondo de su raído bolso. Sacó un paquete de cigarrillos rubios y salió a la calle a fumar uno, farfullando sobre la dichosa ley que no permite fumar en los locales. Antes de hacerlo, de salir a la calle, le pidió al camarero que volviese a llenar su copa de vino. Y el camarero le sirvió y, cuando ella ya se alejaba en dirección a la puerta, le dijo al hombre que levantó la mirada del periódico que estaba hojeando que había sido enfermera y que su hijo se había matado en un accidente de tráfico poco antes de que la jubilasen. Después, siguieron a lo suyo: hablando de política y de Mariló Montero, que desde una pantalla gigante exhibía su falsa y exagerada sonrisa.
Allí, en la calle, hacía frío. La gente pasaba muy abrigada. El sol apenas calentaba y en el cielo no había ni una sola nube. La mujer se acodó en uno de los barriles que estaban a la puerta del bar. Fumaba con ansiedad. Encendió un cigarrillo con el siguiente. Continuó bebiendo. Cuando salimos del bar y pasamos por su lado, vimos que estaba echando un ojo a la cartelera del periódico. Después, lo cerró bruscamente y siguió caminando. Entró en el bar que estaba a pocos metros del anterior. Antes de hacerlo, le deseó una feliz navidad a una mujer que pasó por su lado, cargada con dos bolsas llenas de pescado y que parecía conocerla.  
 

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