lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad (o casi)

Al llegar a casa de mis padres, avanzada ya la mañana, percibo un intenso olor a manzanas. No es un olor que provenga de un ambientador, de una barra de incienso o de unas velas: es más real que todo eso. Desde la puerta de la entrada, descubro un frutero en la mesa de la cocina con unas cuantas manzanas verdes, mis preferidas. Su olor lo embarga todo. Su olor me remite a la casa de mis abuelos paternos, a aquel comedor de la parte de arriba de la casa que nunca se utilizaba. Mi madre, sentada en el sofá del salón, me está esperando, lista para salir a la calle. Hoy no es una mañana cualquiera. Una de esas mañanas en las que paseamos y tomamos algo -un té, un poleo, un vino: dependiendo de la hora- en un café de los alrededores de su casa. Hoy toca ir al hospital. Hace algún tiempo, ir al médico suponía una extraña mezcla de inquietud y nerviosismo. Ahora, tras los periplos a los que nos condujo la enfermedad de mi madre, todo es distinto. Ir al médico es un incordio, sí, pero es una sensación despojada de miedo. Hoy, sin embargo, la incertidumbre (más que la inquietud y el nerviosismo) revolotea nuestros estómagos. Hoy no le toca a ella visitar a su médico. Me toca a mí. No es una visita cualquiera. Es la visita que determinará si tengo o puedo llegar a tener la enfermedad de mi madre. No es ninguna tontería. Al parecer, un gran porcentaje de los hijos varones llegan a heredar esa enfermedad tan dolorosa y devastadora. Pienso en ello y vuelven aquellos miedos de la infancia cuando había que ir al médico o cuando el médico venía, inyección en mano, al colegio. Vamos, le digo a mi madre, que se levanta con dificultad del sofá (el invierno no es buena época para su enfermedad). Y dejamos atrás ese olor a manzanas que inunda toda la casa, cerrando la puerta con esa sensación que se apodera de uno cuando va a los hospitales, desconociendo si volverá siendo el mismo u otro, dependiendo del diagnóstico.
Una mujer. La doctora es una mujer. Dulce, agradable, correcta. No es una charlatana: va al grano, pero lo hace con tacto, con suavidad. Sabe que no estamos tratando cualquier asunto. El futuro. Buena parte de él. Pero no pienso en él, en el futuro, mientras sus manos recorren mi cuerpo, todas mis articulaciones y movimientos, sino en el pasado. Quiero pensar en ello, en el pasado. Evadirme. Regresar sólo al presente, a esa consulta, para contestar a sus preguntas, para realizar los numerosos movimientos que me indica. Lo hago, muevo todo mi cuerpo según me señala, y pienso en el pasado. Los paseos con mi madre por las tiendas de los alrededores cuando era un niño, las vacaciones en las playas del sur, las ganas de encontrar aquellos libros que ni siquiera habían llegado a mi ciudad, las tardes en los cines, las noches escribiendo, el día que conocí a Íñigo, el día que desayunamos en el Hotel Plaza de Nueva York... Todo eso viene a mi cabeza.
Mi madre está ahí, en la consulta, de espaldas a la camilla donde la doctora examina mi cuerpo. No quiero pensar en todo lo que pasamos con su enfermedad (el dolor, el miedo, la angustia, la impotencia, la falta de movilidad...), pero es inevitable. No quiero que ninguna de las personas que me rodean vuelva a pasar por eso mismo otra vez. Cierro los ojos. Quiero volver al pasado: a la infancia, a Mieres, a la casa de los abuelos... Quiero que se termine este año de una puta vez. Trago saliva. Intento deshacer el nudo que se me pone en la garganta. Hay que bajar a otra sala y hacer más pruebas. El nudo de la garganta me permite decir algo. Supongo que es algo así como "muy bien", "perfecto", "de acuerdo", "gracias". La cabeza empieza a darme algunas vueltas. Trato de mantener la calma. Salimos de la consulta, bajamos en silencio a la sala donde la doctora nos indicó, hago las pruebas pertinentes y regresamos a la misma consulta, como nos indicó la propia doctora. El futuro está en sus manos. Ella ya tiene los resultados. Los avances tecnológicos son así. Los próximos años de mi vida están ahí, en un diagnóstico de su ordenador. Por un momento, sólo por un momento, pienso que no quiero saberlo. Me dejaré llevar por el destino. Que él diga su última palabra, como siempre. Fuera quebraderos de cabeza. Hay que vivir el presente, el día a día. Estoy a punto de levantarme de la silla, de decirle a la doctora de suaves modales que lo deje, que no me importa saber los resultados, que cierre la pantalla de su ordenador, que muchas gracias por todo. Es demasiado tarde para mi propósito. Empieza a hablar. Y yo no puedo hacerlo: el nudo en la garganta. No hay rastro de la dichosa enfermedad en mi cuerpo, ni posibilidades de que aparezca jamás. Ya he pasado de los cuarenta, y nadie, después de esa edad, puede contraerla ya. Me he librado. El nudo de la garganta permanece. Me resulta muy difícil tragar saliva. Necesito agua o un trago de whisky. Mejor, sí, un buen trago, aunque nunca suelo beber whisky antes de comer.
Salimos del hospital. Llueve sin cesar. En las escaleras, de repente, mientras abrimos el paraguas, siento ese mismo olor, el de las manzanas que había en la casa de mis padres y en la casa de mis abuelos paternos, en aquel comedor de la parte de arriba de la casa que jamás se utilizaba. No sé muy bien los motivos, pero ese olor está ahí, en el aire de las primeras horas de la tarde. Y sé que me reconforta. Y sé que es suficiente.

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