jueves, 14 de noviembre de 2013

La mirada de Lena

Una mujer, Lena, observa cómo las hormigas se mueven entre las piedras que conforman la casa familiar a la que, después de varios años de un exilio más o menos voluntario, ha regresado. Lena observa ese movimiento, el de las hormigas, y rememora los años de la infancia, cuando esa casa aún no era más que un proyecto, una ilusión, un montón de líneas trazadas en un plano. Cerca de ella, en silencio, su madre la vigila, la protege. Leo esas páginas de "Sol tropical de la libertad", la poderosa novela de Ana María Machado que acaba de publicar Alfaguara, y salgo de casa. Esa imagen, la de las hormigas moviéndose entre las piedras, sigue en mi cabeza. Es otoño, la ciudad tiene un aire de inequívoca tristeza y hace frío en la calle: definitivamente ha llegado la hora de anudar las bufandas, abrochar los abrigos, no olvidar la gorra en casa. Y de repente, mientras camino, todo eso desaparece. Ya no es otoño, la ciudad no está triste y el frío ha desaparecido. No hay gorras, ni abrigos, ni bufandas.Tengo nueve años, estoy en la casa de mis abuelos paternos, en el pueblo, a quince kilómetros de la ciudad, y luce ese sol de verano que a veces aparece en los días largos de la primavera. Tengo nueve años y, como Lena, observo a las hormigas. Su inteligente manera de moverse, de recoger las migas que mi hermana y yo les vamos dejando, de desaparecer entre cualquier recoveco, bajo cualquier piedra, hoja o montículo de tierra. Es una imagen lejana, lejanísima ya (¿treinta años?), y sin embargo puedo ver con absoluta nitidez a aquellos dos niños, uno al lado de otro, dejándoles pedacitos de sus bocadillos a escondidas de la abuela Luisa, desafiando el mal humor que se le ponía a aquella mujer que había conocido la guerra cuando se desperdiciaba la comida, observando el movimiento de las hormigas como lo hace Lena, la mujer que ha estado en el exilio y que también recuerda. Asomándonos a lo que aún era desconocido para nosotros, los dos hermanos. Dejándonos seducir por aquella fascinación. La naturaleza era como un juego, un descubrimiento. Todo era -aún- muy nuevo para nosotros. Aún no habíamos conocido París, ni todas esas heridas que el tiempo nos iría dejando  en el rostro y en el alma, y que hoy conservamos convertidas ya en arrugas. La vida aún era dulce como una nana, como la voz de nuestra madre, como el abrazo protector de nuestro padre. Sigo ahí, en ese escenario, con las hormigas, pero continúo caminando. La niebla se cierne sobre la ciudad y no sé si éste será un buen invierno -no, no lo sé-, ahora que nos acaba de dejar Lou Reed y los cristales de buena parte de las librerías están cubiertos con papel de estraza y carteles donde pone SE ALQUILA al lado de un número (o dos) de teléfono.
Me encuentro con mi hermana en un café, pero no le cuento nada de todo esto. De hecho, no le cuento nada. Sólo la escucho. Durante un buen rato. Me gusta escucharla. Hay cosas o acciones para las que no encuentra demasiada explicación, y se rebela. Lógico. Yo, sinceramente, tampoco le encuentro sentido ni explicación, pero hoy no me rebelo. Estoy cansado. Un cansancio que no es físico, que es otra cosa a la que no me apetece ponerle nombre. Y, siendo honestos, prefiero dejarme llevar por la ensoñación, por la mirada de Lena siguiendo el movimiento de las hormigas, a enfrentarme al mundo. Hay días para todo, ya se sabe. Hay días que sobran de los calendarios, aunque no podamos borrarlos o saltarlos o pasarlos de largo. Como quien pasa de largo ante alguien del pasado que ya no es más que un desconocido que ya no provoca ningún tipo de sentimiento.
Veo a mi hermana ahí, en el café, hablando, protestando por las injusticias (las de siempre: el mundo, ay, que no cambia por mucho que nos empeñemos, qué cansancio), bebiendo su café oscuro, luchando por no encender un cigarrillo (que, finalmente, no encenderá), jugueteando con el envoltorio azulado de esa minúscula galleta que acompañan ahora con los cafés y que, a veces, incluso sabe bien. Y me resulta imposible no ver a aquella niña que le ponía migas de su bocadillo a las hormigas, desafiando la mirada reprobatoria de una mujer -la abuela- que había conocido la guerra y que por eso odiaba desperdiciar la comida, y que hoy, a través de otra mujer, la Lena de la novela de la escritora brasileña, ha regresado a mí como, a veces, lo hacen algunos fantasmas: a través de un cristal roto, silenciosamente, y sin ser invocados.   

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