lunes, 18 de noviembre de 2013

Doris, en el recuerdo

En aquella época, a principios de los años noventa, las visitas de mi amiga María y yo a la librería anticuaria Valdés eran frecuentes. Nos gustaba pasar allí un buen rato, hojeándolo todo, husmeando cada rincón, recorriendo cada estantería, antes de sentarnos en algún café para comentar los hallazgos que habíamos encontrado. Nunca salíamos de allí con las manos vacías. Todo dependía del dinero que tuviésemos disponible entre manos. Siempre había dinero para algún libro. De aquella época, provienen la mayoría de los libros que tengo de Doris Lessing. María, algo mayor que yo, era una entusiasta de la autora que ahora acaba de morir. Y supo contagiarme aquel entusiasmo. Muchas tardes, en aquellos cafés, hablábamos de sus novelas, de sus cuentos, de sus relatos largos. Muchas veces, desde nuestro entusiasmo, reclamamos el Nobel para ella. Cuando se lo dieron, aquellas charlas ya hacía tiempo que habían terminado: cosas de la vida. Sin embargo, yo me acordé de ellas, de todas ellas. De aquellas tardes lentas en los cafés (tomando un café tras otro y fumando sin parar: otros tiempos), de todos aquellos hallazgos, de todos aquellos descubrimientos, de todas aquellas palabras. Me alegré por Doris, y por aquellos dos jóvenes que, a principios de los noventa, reclamaban el premio para ella y devoraban sus libros con verdadero entusiasmo.
De aquella época, precisamente, la de la concesión del Nobel es una fotografía que siempre me ha llamado mucho la atención. Estos días vuelve a rondar por ahí. Doris, sentada a las puertas de su casa en Londres (una casa sencilla, con un pequeño jardín, típicamente londinense), se acaba de enterar de la concesión del prestigioso premio y está rodeada de fotógrafos y periodistas. Las ropas sencillas, las manos entrelazadas, el pelo blanco y a su aire, la sonrisa un poco forzada y escéptica. Hay algo en su actitud de profundo cansancio, de cierto hastío. Como si todo aquello -la concesión del Nobel y todo lo que conllevaba: hablar más de lo deseado, hacerse fotografías, conceder numerosas entrevistas, viajar para recoger el premio, escribir el discurso...- le produjese ya un cansancio al que le daba pereza enfrentarse. Casi siempre en esta vida las cosas llegan tarde, más tarde de lo deseado, y aquella, según la mencionada fotografía, parecía ser una de esas veces. A pesar de ello, Doris sonreía, e imagino que trataba de mostrarse amable y encantadora. El cansancio, no obstante, no pasaba a un segundo plano. Destacaba poderosamente. No importan las veces que la veamos. Es lo primero que sigue llamando la atención de la fotografía. De esa bella fotografía que vuelve a rondar por ahí. Como si, en realidad, no hubiese desaparecido del todo de nuestra retina. Doris, en el jardín, disimulando, deseando -probablemente- estar en su habitación. Escribiendo o acariciando al gato. A sus cosas.
Hace tiempo que no leo sus novelas. A diferencia de sus cuentos y relatos. La capacidad de introspección y de conocimiento del alma humana que demuestra en algunos de ellos es realmente asombroso. Los relatos que conforman "La costumbre de amar", por citar un ejemplo, son un auténtico prodigio. Siempre que se muere alguien a quien admiramos, creo que el mejor homenaje que se le puede hacer es regresar a su obra. Como yo lo voy a hacer hoy con uno de aquellos libros de segunda mano que tengo suyos. Alguno de esos libros -tan manoseados- que me han acompañado en mudanzas y cambios de casa, en viajes y noches de insomnio, en momentos felices o problemáticos. Sobreviviendo al uso y al paso del tiempo, tesoros únicos que aún conservan su precio en pesetas, símbolos de una época -aquellas visitas a la librería Valdés, aquellas tardes lentas en los cafés, aquellas palabras- que, como la propia obra de Doris Lessing, siguen vigentes.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario