sábado, 16 de noviembre de 2013

Zapatero y las muelas

Hay días en los que, recurriendo al tópico, podríamos decir que la realidad supera con creces a la ficción. Me encontraba uno de estos días en un centro de salud para quitarme las muelas del juicio, como me había aconsejado mi dentista particular. A mi lado, en la sala de espera, un chico rumano y una mujer que deduje que era su madre. Me fijé especialmente en ella por lo estrambótico de su vestimenta (vestido largo amarillo, pañuelo en la cabeza, sandalias con calcetines) y por el diente de oro que lucía en la parte delantera de su boca. Cuando la enfermera abrió la puerta, le llamó a él. Entraron los dos, la madre y el hijo. Regresé a mi lectura para entretener la espera, mientras la anestesia que me habían puesto previamente hacía sus efectos. Al poco tiempo, oí un grito que procedía del interior de la sala del dentista. El grito de aquel muchacho. Y de repente, una puerta que se abría violentamente, la de la propia sala. Unas voces, en rumano y en español, que no cesaban. Una enfermera, la que había llamado al chico, por los suelos. Limpiando con unos cuantos papeles lo que era un escupitajo del joven rumano, según vociferaba el dentista que, tras el desafortunado acontecimiento, le había echado de allí a cajas destempladas. La enfermera, ya en pie, me hizo pasar a la consulta. Me encontraba mareado, notaba el hinchazón de mi cara, la boca ya adormecida, el corazón latiendo a buen ritmo. Siéntese, me ordenó el dentista, que, enseguida, empezó a despotricar. Me senté. La culpa de todo esto es de Bambi, de Zapatero, ya me entiende, y disculpe, agregó. Disculpe, insistió. Yo, con la boca abierta, la cara hinchada, el corazón acelerado, deseando que todo aquello acabase lo más pronto posible. Asentí como pude. Disculpo, disculpo, me hubiese gustado decir, pero termine ya, por favor. Fijé mi atención en el foco de luz del techo y traté, como hago siempre en estos casos, de concentrarme en algo agradable. Una playa, el mar, una copa de gintonic, un Premio Nadal, yo qué sé... Bambi, Zapatero, el escupitajo, la enfermera por los suelos, el dentista vociferando, el muchacho y la madre que seguían en la sala de espera medio enzarzados (la madre recriminaba al hijo su comportamiento, por lo que podía deducirse): el surrealismo de la situación era más poderoso que mi concentración. No había playa, mar, gintonic, ni Premio Nadal que sirviese. Y de repente, ¡zas!, la muela fuera. Ya está, dijo el dentista. Bambi, Bambi, Zapatero, ya me entiende, tiene la culpa de todo esto. Qué estrés. Aquellas palabras seguían resonando en mi cabeza. Como un runrún al que, por otro lado, uno ya está acostumbrado desde hace tiempo, que cualquier día algunos descubrirán que Zapatero mató a Kennedy, como poco. Aunque, siendo sinceros, nunca pensé que la cosas pudiesen llegar tan lejos. Le di las gracias al dentista por su intervención y salí de allí inmediatamente. Ni playa, ni mar, ni Premio Nadal. Mientras abandonaba aquel centro, ya sólo pensaba en el gintonic. En lo absurdo de algunas situaciones y en lo insignificantes (y bocazas) que somos.    

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