viernes, 25 de octubre de 2013

Antonio Muñoz Molina


En la antigua cafetería  del hotel de La Reconquista, en una de las mesas del fondo (mesas viejas y sillones desgastados que aún conservaban algunas de las huellas de un pasado glorioso), mi amiga María y yo hablábamos de libros, de cine, de teatro, dos o tres veces por semana. Eran tardes largas que, sin embargo, pasaban en un abrir y cerrar de ojos. Tomábamos mucho café y fumábamos un montón de cigarrillos (ella bastantes más que yo, todo hay que decirlo). Era otra época. Una época sobre la que ya han pasado veinte años o alguno más. Hay un momento en la vida en que, de repente, de todo parece que han pasado ya veinte años. Teníamos ilusiones, proyectos, ganas de hacer muchas cosas y de descubrir otras tantas. Aún poseíamos esa ingenuidad maravillosa de quien no ha cumplido aún los veinte años. De quien, ya desde hacía tiempo, se sabía diferente. Los libros eran esenciales en aquellas tardes. A aquella mesa, siempre la misma, llegaron -junto a muchos otros: de Sam Shepard a Kavafis, de Terenci Moix a Adelaida García Morales, de Juan Marsé a Ángel González, de Clarice Lispector a Paul Bowles- los primeros libros de Antonio Muñoz Molina que leímos. "El invierno en Lisboa", el primero de todos ellos. Ni que decir tiene la fascinación que sentimos por él, por aquel libro, desde el primer momento. Luego, vendrían todos los demás. Nos fascinaba aquella manera de contar historias, siempre con un aliento clásico. Y aquella música de jazz que casi se podía escuchar mientras leías el libro. Se escuchaba, en medio de aquel barullo de tazas y meriendas que tan ajeno nos resultaba. Nosotros la escuchábamos, en aquella mesa, alejados del resto de un mundo que apenas nos interesaba. Soñábamos con salir de esta provincia, con llevar a cabo nuestros planes, aquellos que se fraguaban en aquellas largas tardes que se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos: hasta que mi amiga, que no vivía en la ciudad, debía coger el último autobús que la llevase al pueblo donde vivía con sus padres y hermanos. Los veinte años, o alguno menos, ya digo.
Fueron llegando más libros de Antonio. "El jinete polaco", que creo que es uno de los mejores libros que se han publicado en este país en los últimos veinticinco años, y todos los demás. Las historias más cortas, los artículos, las novelas breves, los ensayos... Todo caía en nuestras manos y cualquiera de aquellas tardes era válida para reflexionar sobre lo leído, para defender un libro sobre otro, para seguir admirando de modo incondicional a aquel autor que nos había deslumbrado con aquella historia que evocaba al jazz y al cine negro y a los amores arrebatados, que eran, por entonces, nuestros amores preferidos. Qué ingenuos. No sé cuánto duró aquel tiempo, el de nuestra amistad, pero un día, ay, la historia terminó como si de la historia de un amor se tratase y cada uno siguió su camino con la misma facilidad con la que había comenzado. No hay nada que una más que dos personas que, en un momento de sus vidas, por los motivos que sean, se sienten diferentes al resto. Y aquel era nuestro momento.
Seguí mi camino y lo hice con cada nuevo libro que iba apareciendo de Muñoz Molina, con aquellos artículos que publicaba semanalmente en aquel periódico -El País- que compraba cada mañana y en el que tantas cosas, de la mano de tan excepcionales maestros, aprendí. Otros tiempos, en todos los sentidos. También para el periódico.
Muñoz Molina se convirtió en uno de mis autores de cabecera, uno de esos autores a cuyos libros siempre vuelves. Creo que "El miedo de los niños", publicado en la recopilación de sus relatos breves hace un par de años, es una obra maestra absoluta. Y "El atrevimiento de mirar", también reciente, es una de esas joyas que todo buen lector debería de tener en sus estanterías. Arte y literatura, tan presentes siempre en la obra del Premio Príncipe de Las Letras de este año. Por citar sólo dos ejemplos en este apresurado repaso por su obra.
Ayer, en la librería Cervantes, hablando con Miguel Barrero (cuya última novela, "La existencia de Dios", aprovecho ahora para recomendar a los que aún no la hayan leído), mientras esperábamos la cola para que Antonio nos dedicase nuestros libros, recordé aquella historia, la de mi amiga y la mía, en aquellas tardes lejanas que, de pronto, regresaron a mi memoria con la fuerza que siempre conserva lo valioso que procede del pasado. Aunque sea de un pasado ya tan lejano. Más de veinte años, que, aunque el tango diga que no son nada, sí lo son. Y muchos.  
Como ayer te dije, Antonio: enhorabuena y gracias. Por aquellas tardes, por las que aún están por venir.

2 comentarios:

  1. Ovidio, no me das descanso...
    Yo leí "El invierno en Lisboa" hace mil años, más de veinte. Hoy lo leería sólo por el título. Me parece uno de los títulos más sugerentes del mundo (bueno, igual exagero) lo siento así., me encanta la ciudad y me la imagino en invierno. Sin embargo, no me acuerdo de nada. Así que, cuando acabe con Clara Sánchez, me pongo con Antonio. Y también me apuntaré el de Miguel Barrero.
    Tomo buena nota de todo.

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  2. me temo que esto no tiene nada que ver con tu texto, pero no sabia como hacertelo llegar, asi que ahi và!!. Hazlo, haz ese suenio, ese libro querido de juventud, como decia Wilde en su Critico Artista, el critico, el indagador ha de ser el artista definitivo que ensalce una obra, la arranque de Marxismos y de fechas anzuelos esteriles y la de el espacio que merecen, liberando atmosferas, nubes de color, vientos, paisajes, el olor a la tierra misma y esa imagineria vivisima de mounstruos varios. Hazlo, es un ruego como lector, haz ese libro o ensayo, me da igual, tendrà pàginas y letras....sobre el Bosco

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