lunes, 14 de octubre de 2013

El día de mi cumpleaños

El día de mi cumpleaños llegaba con el frío, con los primeros fríos. Aún continúa haciéndolo, como hemos visto estos días en los que ya han descendido considerablemente las temperaturas y ya no se puede dormir con la ventana abierta, y Francesca busca el refugio de esa manta que está sobre el sofá y que no se ha usado en todo el verano. Cuando era pequeño, ese día, el de mi cumpleaños, ya se podían comer los primeros higos de la frondosa higuera que estaba delante de la casa de mis abuelos paternos, Luisa y Pepe. La misma bajo la que, durante los meses del verano, nos protegíamos del sol, comíamos o pasábamos las tardes lentas y ociosas. Aquellas tardes de verano. El día de mi cumpleaños, el 14 de octubre, los higos ya estaban dulces y jugosos, y el viento ya no era el viento cálido de julio o agosto. Aún recuerdo aquel sabor deshaciéndose en la boca, dejando en los labios un rastro dulzón y un poco empalagoso. No era mi fruta preferida, aunque sí la de mi madre, que, mientras disfrutaba comiéndolos, nos recordaba el día de mi nacimiento. La larga espera en el hospital. Al parecer, me resistía a venir a este mundo. Mi madre ingresó por la mañana, muy temprano, y yo no me decidí a nacer hasta las cinco y diez de la tarde. Como si intuyese que no todo iba a ser un camino de rosas, precisamente. A las cinco y diez de la tarde, a esa hora nací. Mi madre lo recuerda bien. Hoy, en algún momento del día, volverá a hacerlo. Estoy seguro. Y todos la escucharemos como si fuera la primer vez que lo hiciese.
Cuarenta y dos años. Miro hacia atrás y veo a un niño inquieto y diferente en un colegio inhóspito; a un adolescente solitario en un cine, siempre con un libro y un cuaderno para escribir entre las manos; a un joven bailando hasta el amanecer y a un hombre que tiene la suerte de apoyarse en el hombre del que está enamorado y que va alcanzando cierta serenidad. Que sigue escribiendo y preguntándose casi todas las cosas y sintiendo curiosidad por la mayoría de ellas. No me hace falta recurrir al espejo para ver todas esas etapas, las que me conforman hasta llegar aquí, a este día, el de mi cuarenta y dos cumpleaños. Que dicen que será soleado -soleado y fresco, como a mí me gustan-, pero ya veremos.
No se trata todo esto de una especie de balance ni nada parecido. Sólo se trata de un planteamiento sobre lo que hay. Y la incógnita -siempre revoloteando- de lo que vendrá. El año no empieza el uno de enero, ni siquiera el uno de septiembre (aunque esto tenga más sentido), sino el día de tu cumpleaños. Las cosas seguirán siendo las mismas y serán diferentes. Porque todo, incluidos nosotros mismos, está en constante cambio, en permanente evolución, como debe ser. Las variaciones que se presentan para confirmar que seguimos siendo los mismos, o muy parecidos, con todas las experiencias acumuladas a cuestas. No como si se tratara de una pesada carga. En absoluto. Más bien, sí, todo lo contrario. Los años no pasan a lo tonto. Y cada vez, despojándonos de lo superfluo o triste o absurdo, vamos haciendo más ligero el equipaje.
Hasta aquí hemos llegado. Cuarenta y dos años. Se dice pronto. Pero el camino, pese a la fugacidad del tiempo, ha sido largo. Y duro, y reconfortante, y placentero, y endiablado. Sí, ha sido todo eso. Como será el futuro. O eso quiero imaginar. El viaje -aunque hace tiempo que no salimos de esta ciudad-, que no se detiene. Por fortuna.

4 comentarios:

  1. Nunca me había parado a pensar que el año podría empezar el día que celebras que has nacido, pero me lo apunto a partir de hoy, gracias por la idea y lo único que te deseo es que sigas siendo feliz.
    Conchi.

    ResponderEliminar
  2. Me encanta como escribes, un recuerdo a tu cumpleaños y parece una pagina de un libro, felicidadesy un beso

    ResponderEliminar
  3. Yo tengo el recuerdo de las tartas fantásticas del Rialto con la que mi abuela y las tías de mi madre me festejaban. Tartas de almendra con mucho merengue y frutas confitadas. Nunca he comido tartas como las de aquellos primeros cumpleaños. En el Rialto las siguen haciendo, pero nunca más las he probado, yo creo que para no perder la magia de aquellos días de infancia. Luego, más tarde lo celebrábamos con chocolate y churros, suerte de nacer en febrero, el aceite hirviendo en el que se freían aquellos churros hechos en casa... son días que no volverán aunque permanezcan para siempre en nuestros recuerdos más felices... mi madre también recuerda lo cuesta arriba que se le puso aquella tarde de invierno, primeriza, muerta de frío en la Cruz Roja de Oviedo, a apenas 50 metros de casa de mis abuelos, dónde mi abuela permanecía ajena a lo que ocurría, para que no la pusiera nerviosa. También recordará, como hacia mi abuela Elena, lo guapa que era aquella niña, primera nieta y primera hija...

    ResponderEliminar
  4. Muchas felicidades y que sigas regalándonos tu palabra y tu especial sensibilidad.Maribel

    ResponderEliminar