sábado, 19 de octubre de 2013

Un plato de lentejas

La verdad es que ya empieza uno a estar bastante cansado de todo lo que ocurre alrededor. Empresas y locales cerrados, políticos ineptos o corruptos (o ambas cosas), recortes a destajo, censuras sin disimulo, ausencia de proyectos, de dinero, de vergüenza (esto va, especialmente, por los bancos) y de futuro. El cansancio es generalizado. Hay días en que a uno le cuesta hasta leer los periódicos o encender la radio, por mucho que me gusten ambas cosas. Hay días en que a uno le cuesta hasta levantarse de la cama. No parece haber un final para este largo e interminable túnel. Y sin embargo, los días pasan veloces y no hay vuelta atrás. Si nos dejamos llevar, cada uno de esos días enmarañados por el agobio y la incertidumbre es un día perdido que nadie nos va a devolver. Eso está claro. Así que lo mejor, qué demonios, es darle la vuelta a las cosas, por mucho que cueste, en la medida de lo posible, que no siempre es tanto como uno desearía o le convendría para su salud. Ayer, por varias razones, fue uno de esos días en los que todo se ve de un gris tirando a negro, que es un color que tengo muy asociado a las mañanas de mi infancia cuando el autobús me llevaba a aquella especie de cárcel que era mi colegio. De curas (tan dañinos como Monseñor Camino, que sigue y sigue atacando al matrimonio entre personas del mismo sexo, faltando sin pudor al respeto de tantos hombres y mujeres que hemos luchado para conseguir el nuestro: qué pesadez), como sabéis. Qué absurdos son esos días. Inevitable resulta que aparezcan, de cuando en cuando, por otro lado. Es lo que hay. No es nada nuevo. Saberlo es una ventaja, bien mirado. La edad te enseña a sortear mejor los nubarrones, ya desde el mismo momento en que los ves acercarse, a toda velocidad, con toda su prepotencia y sus ganas de incordiar a cuestas.
¿Qué hacer para anular los malos pensamientos, los agobios, las incertidumbres? Cocinar, por ejemplo. Pensar en uno de esos platos que te apetece cocinar cuando empieza a cambiar el tiempo y el frío se va instalando en la casa. Uno de esos platos que aprendiste a cocinar hace muchos años, en la cocina de tu madre, cuando ese frío ya estaba definitivamente instalado en el otoño. Unas lentejas. Un plato de lentejas sirve para combatir la desolación de estos tiempos furibundos e inhóspitos, para ahuyentar los agobios propios y las situaciones para las que, según el día, parece no haber salida. Un simple plato de lentejas, sí. Qué evocador puede resultar su delicioso  olor mientras se van cocinando a fuego lento y la mañana se va abriendo poco a poco al otro lado de la ventana, dejando atrás las amenazas de lluvia y viento y frío definitivo. ¡Cuántos recuerdos! El primero que me asalta es el rostro de mi hermana -tan hermoso-, negándose en rotundo a comerlas. ¿Otras vez lentejas?, exclamaba. Pero si hace muchos días que no las cocino, se disculpaba mi madre. Y luego el sabor, protegiéndonos del frío del exterior. Qué lejano y qué cercano a la vez ese recuerdo que viene a mi cabeza mientras el olor de las lentejas que están en el fuego se extiende ahora por toda la casa. Nada más sencillo ni más complicado al mismos tiempo.
Entretengo la espera de su cocción con la relectura de un cuento de Alice Munro. Muchas veces, leyéndola, me he imaginado a Munro escribiendo en la cocina de su casa, mientras los hijos -aún pequeños- correteaban inquietos por allí y el guiso terminaba de dorarse en la tartera o en el horno. Ella misma lo contó alguna vez. Había que buscar un hueco para la escritura en cualquier parte, a cualquier hora, en cualquier circunstancia. El otro día, en el periódico, venía una hermosa fotografía suya. Estaba en la cocina de su casa, sentada a la mesa, con la mirada un poco perdida, quizá observando una mota de polvo, el vuelo de una mosca  o una fruta que se estaba quedando demasiado madura en el frutero que presidía la mesa. Imaginando mundos ficticios o reales. Pensé, nada más verla, que aquella fotografía reflejaba a la perfección su escritura. Su modo de entenderla. El pequeño detalle, lo minucioso y lo apacible de la existencia hasta que llega el escalofrío, el zarpazo, el golpe que nos deja mudos, tiritando. Así es la prosa, aparentemente sencilla, de Munro. Y allí, en aquella fotografía del periódico, estaba perfectamente reflejada. Esa prosa que releo en un volumen muy manoseado mientras las lentejas terminan de cocerse. Y que, al igual que el hecho de cocinar, me evade por completo de esos pensamientos que hacen su aparición, de cuando en cuando, con intención de instalarse definitivamente.  

2 comentarios:

  1. ¡Qué lujo tener cerca Ovidio! De ese hartazgo del que hablas me hallaba yo embadurnado hasta el tuétano cundo comencé a leer tu escrito. De las noticias(todas nefastas), de la radio(ya no hay dónde recalar) del televisor( ya no existe en casa) parece que todo es punzante,desabrido, hiriente,lacerante, helador, descorazonador. Pero héte aquí que das con una solución( impensablepara mi) tan contundente, tan sencilla, tan vivificante que no puedo por menos que felicitarte por tu audacia, tu ingenio y tu sapiencia; cocinar unas lentejas. Un hecho cotidiano que, en este caso,sirve como paliativo del horror imperante(todo se torna hórrido por momentos). Me gustó este homenaje a Alice Munro(lectura obligatoria desde ya) a través de tus soluciones y resoluciones literarias. Todas las veces es un placer leerte Ovidio, pero hoy has dado en el clavo(llegando a casa toca tortilla de patatas fundamentada en estos tus optimismos. Gracias Ovidio.

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  2. Ovidio, con el día que hace hoy, fue lo que le dije a mi marido, hoy me apetecen lentejas, solo y no por vanidad, a mi madre se las hago yo. Ella es una lectora, escritora una intelectual que todo le interesa...así que las lentejas las hago yo. Y mira que a mi la literatura y la pintura me apasionan. Un saludo y a abrigarse.

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