jueves, 17 de octubre de 2013

Al otro lado de la puerta

La mujer se mueve de un lado a otro, indecisa. Habla por el móvil, gesticula, sacude el paraguas plegable -rojo y plegable- que lleva en la otra mano, intenta que el bolso no vuelva a resbalar de su hombro. No es una mujer mayor, tal vez esté entre los cuarenta y los cincuenta. No lleva un bonito peinado. Y sus ropas, varias tallas por debajo de lo necesario a causa de los estragos del tiempo y los excesos y no de esa ridícula moda que se ha impuesto en los últimos años de utilizar ropa mucho más pequeña de lo necesario, tampoco lo son. Ella conserva las huellas de un pasado ciertamente más glorioso. Observo sus movimientos desde el otro lado del cristal. El cristal de esa puerta que se abre y se cierra constantemente, pese a ser aún muy temprano. La puerta de un centro hospitalario. Algunas personas, al pasar junto a ella, la miran con cierta cara de enfado. A veces su paso interrumpe el paso de los demás, de los que entran en el edificio y tratan de introducir el paraguas en una de esas bolsas especiales para ellos, para que las gotas de lluvia no inunden el suelo de los edificios públicos. Algunas de esas personas que entran en el centro hospitalario olvidan introducir el paraguas en la bolsa y van dejando un rastro de gruesas gotas de agua según se van acercando al punto de información, al ascensor o a las escaleras. Son, sobre todo, personas mayores que entran solas, con paso decidido o apoyadas en un bastón. Quizá un poco despistadas o desmemoriadas. Quizá demasiado nerviosas. Nunca es agradable visitar estos lugares, por mucha experiencia que tengas. El hombre que está a la puerta, en el punto de información, no dice nada. Las mira con cara de pocos amigos, pero no dice nada, vuelve a hundir sus ojos en la pantalla del ordenador, tal vez en el montón de folios y carpetas que tiene delante o en un periódico del día anterior que alguien se ha dejado olvidado.
La mujer sigue ahí, al otro lado de los cristales, cada vez más enfadada, casi enfurecida. Eso parece. De repente, saca de ese bolso que le resbala del hombro, y que es un bolso muy ajado que lleva el logotipo de una conocida marca aunque se note desde la distancia que se trata de uno de esos ejemplares de imitación que se venden por las calles, un cigarrillo electrónico. Se lo pone en la mano, entre los dedos, lo aspira con deleite, y sigue hablando por el móvil. Sus palabras se pierden, no llegan hasta mí, se quedan atrapadas en el cristal, en su grosor, pero son palabras de enfado. De eso no me cabe la menor duda. ¿A quién irán dirigidas? Algunas de las personas que pasan por su lado la miran con cara de reproche. Posiblemente, al primer golpe de vista, no se han dado cuenta de que se trata de un cigarrillo electrónico. La mujer hace caso omiso a todas las miradas. La suya parece querer decir algo así como qué coño estáis mirando. Y la otra gente, pasa por su lado, atraviesa la puerta, la deja atrás. No hay tiempo para llamar la atención a nadie. Ni ganas. Aún es muy temprano. Aún no ha amanecido del todo. Es uno de esos días en los que parece que no amanecerá en toda la mañana. Mucha de esa gente parece medio dormida, como si ni siquiera se hubiese lavado la cara ni los ojos. El pelo, en algunos casos, tiene la forma de la almohada, de las horas de sueño, completamente aplastado por la parte de atrás. Toda esa gente sólo parece concentrada en los papeles que llevan en la mano, en la tarjeta sanitaria, en el nombre del médico que les corresponde, en el reloj de su muñeca, en la hora de su cita. De repente, una voz femenina y rotunda dice en voz alta el nombre de la persona que está a mi lado, y nos levantamos de inmediato: es nuestro turno. Y antes de dirigirnos a la consulta que nos indica la misma voz que dijo el nombre de mi acompañante, busco a la mujer de la puerta, la que se movía de un lado a otro, indecisa, con su cigarrillo electrónico entre los dedos, su feo peinado, sus ropas minúsculas y su bolso ajado de imitación, pero ya no está. La puerta se sigue abriendo y cerrando constantemente, el cielo continúa ennegrecido y sigue lloviendo como hacía tiempo que no llovía de esta manera, pero ella, la mujer, ha desaparecido, dejando una historia, la suya, al otro lado. En una especie de incógnita. Una más.       

1 comentario:

  1. No sólo es el hecho de ser un gran observador, es también ese deseo (siempre irreprimible) de entrar en la vida de las personas que te llaman la atención. Queda claro que detrás de cada persona hay una historia, y lo que más buscas-como escritor que anhela narrar-es "esa" historia específica.Como el cazador esperando a la liebre(en este caso la liebre se escapó), pero nos queda el escenario y la atmósfera(tan minuciosa y detallada como siempre) de una historia que estuvo a punto de ser(casi lo fue). Queda la incognita. Mil gracias Ovidio.

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