La mujer estaba ahí, a la entrada de la biblioteca pública, sentada en un enorme macetero de piedra. Tenía la cara hundida entre las manos, el moño canoso y desarreglado y lleno de numerosas y pequeñísimas pinzas de colores, las ropas desgastadas, el bolsillo derecho de su viejo abrigo de cuadros completamente desgarrado y por ese desgarro, asomaban algunos pañuelos de papel sucios y arrugados. A su lado, un carrito de la compra anudado con dos cuerdas de colores de esas que utiliza la gente que hace escaladas o montañismo con lo que parecían ser todos sus enseres y pertenencias. Podría estar ocultándose del sol, pero no lo creo. Lucía el sol, sí, pero de una manera más agradable que molesta. A su lado, tenía un libro, uno de esos ejemplares de la biblioteca que de tanto uso los encuadernan de nuevo con tapas negras o granates o azules o marrones y no se puede distinguir bien su título a cierta distancia. Continué caminando, como acostumbro. Era un día cualquiera de la semana, a primera hora de la tarde y no había demasiada gente por las calles, como si todo el mundo temiese que ese sol fuese tan fugaz y traicionero como el de los últimos días y apareciesen inesperadamente las lluvias. Unos pasos más allá, ya cerca del Parque de Invierno, me encontré con el hombre que todos los días está sentado en las mismas escaleras. Tenía un cartel delante de sus pies en el que pide dinero o comida y un libro entre las manos, siempre tiene uno. Cuando puede fuma un cigarrillo, pero yo nunca lo he visto pedir tabaco a nadie y paso por allí casi a diario. Enfrente de él, había una mujer, bien vestida y bien peinada, con ropas bastante nuevas y modernas. También con un cartel a sus pies, pidiendo algo de dinero. Ella no leía, sino que parecía contarle a cada persona que conocía o le daba unas monedas su situación, las causas por las que llegó hasta allí. Parecía que el sol trataba de ocultarse, así que aligeré el paso. Y en medio del Parque, casi de sopetón, me encontré con ella. Era una vieja conocida, aunque me costó reconocerla a un primer golpe de vista porque estaba completamente cambiada, desfigurada, como si hubiese pasado cincuenta años desde la última vez que nos vimos. Su rostro estaba hinchado, muy rojo y completamente deformado por el alcohol. De hecho, iba borracha, muy borracha, hablando sola, perdiendo los zuecos que llevaba casi a cada paso. Vestía una camiseta fucsia apretada y una falda muy corta: según los pasos, podían llegar a vérsele las bragas (blancas). Y el anorak, también blanco, se deslizaba por los hombros. Supongo que llevaría bebiendo desde primera hora de la mañana. Pasé por su lado y no me reconoció. Dijo algo, aunque no sé bien qué, no se le entendía, y siguió caminando y diciendo cosas y cantando. Parecía ajena a todo, quizá feliz en ese mundo hasta que desaparecieran los efectos del alcohol y retomase la realidad, que, fuese cual fuese, no se intuía demasiado positiva.
Así que cuando llegué a casa -bastante hecho polvo, por cierto, visto lo visto- y me encontré con la noticia del incansable Obispo de Alcalá sobre sus métodos de curación de la homosexualidad, me entró la risa. Esa risa frágil que siempre parece a punto de convertirse en llanto o en grito. Ganas que le entran a uno de no volver a leer un periódico, encender una radio o ni siquiera de salir a la calle. Qué asco de mundo. Y qué cansancio, sinceramente.
Tener la cabeza bien amueblada. Reinventarse cada día. Hacer oídos sordos contra las gilipolleces. Pasear de madrugada cuando todos duermes, menos nosotros y nuestros fantasmas. Ser buena persona y llamarse Ovidio Parades.
ResponderEliminarLa vida pasa demasiado rápido para dejarse asustar por el cansancio, ánimo Ovidio
ResponderEliminarEsto sí me encabrona,Ovidio. Que te afecte, que influya sobre tu ánimo,las pendejadas que el tal obispo Roig diga sobre curaciones inverosíniles,métodos pseudocientíficos de médicos venezolanos o condenaciones eternas por no sé que inbecilidades. Ni a la suciedad de la suela de los zapatos llegan estos engendros humanos que despotrican contra lo que,esencialmente ignoran. ¿Cual es la finalidad de escucharlos siquiera?¿Alguien,en su sano juicio,pretendería interpretar o entender lo que rebuznan los burros? Rebuznar con sotana es un espectáculo patético.Abatirse por oír rebuznar al avispado de Alcalá es, en verdad, un error(dicho con todo respeto,naturalmente). Un abrazo Ovidio y pelillos a la mar.
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