Si cierro los ojos en estas madrugadas frías y sobrecogedoras, aún puedo escuchar la voz de mi madre. Mi madre tenía una voz alegre que ni la enfermedad logró arrebatarle. Esa es la voz que yo escucho cuando todo está en silencio y dejo de leer o escribir por unos instantes. Y que, en días como hoy, decía qué bien huele en la cocina, qué música es esa, qué mantel tan bonito... Esa es la voz que escucho cuando cierro los ojos y que es la voz de mi madre cuando entraba por la puerta de esta casa la última noche del año, mi preferida de todo este agotador periplo navideño. Hace dos años que escuché esa voz por última vez en Nochevieja. No sabíamos que iba a ser la última Nochevieja juntos, pero lo celebramos como si lo hubiésemos sabido porque con mi madre, y la enfermedad siempre vigilando, aprendí a hacerlo todo de esa manera. Otra lección aprendida, aunque ella no era dada a dar lecciones ni monsergas de ningún tipo. Era una mujer práctica y cariñosa, generosa y vital, que agradecía cada día en este mundo como si en realidad también fuese el último. Todo ha dejado de tener un poco de sentido desde que ella no está, pero sé que tengo una familia que me necesita tanto como yo a ella. Por lo tanto, debo avanzar en mi camino. Y eso es lo que hago: avanzar. Unas veces con más facilidad que otras, pero los superhéroes sólo existen en las películas. Y, a diferencia de aquella maravillosa película de Woody Allen, nadie sale de ellas (desgraciadamente).
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