La primera vez que uno visita Nueva York se siente tan impresionado y tan insignificante que, después del primer contacto (siempre un poco atolondrado y a la deriva), lo más sensato es sentarse en un banco, respirar hondo, ver a la gente pasar como si estuvieras en una de esas películas que conforman nuestra memoria y empezar de nuevo. Trazar líneas, emborronar mapas, y ser consciente de que tendrás que volver muchas veces para comprender la verdadera dimensión de una ciudad casi inabarcable. También tienes que ser consciente de que no te vas a encontrar a Lauren Bacall (entonces, en aquella primera visita, aún vivía) paseando a su perro por Central Park. Ni siquiera, por mucho que lo desees, vas a verla saliendo del Dakota cuando tú pases por allí. Si acaso, y serás ya un afortunado, te encontrarás con una mendiga arrastrando un carrito con sus pertenencias que tiene un aire lejano a la diva y que, con suerte, tuvo alguna vez un minúsculo papel en una obra de Broadway muchos años atrás, cuando todavía era rubia y estaba lúcida y sobria. Pero estás ahí (ahora estoy ahí de nuevo), delante del Dakota con el agradable aire de principios de septiembre y la cara de pocos amigos del portero del edificio. Ese portero que mide dos metros y te mira como si fueras a sacar una pistola del bolso en cualquier momento y hacer una imitación de Travis Bickle como los adolescentes de los 80 las hacían de Michael Jackson. Estás ahí porque es el domicilio de la Bacall, porque es el escenario de 'La semilla del diablo' y porque es el lugar donde mataron a John Lennon. Qué más puede pedir un mitómano. ¿En qué punto aquel tipo acabó con su vida? Ni se te ocurra preguntarle al portero. En realidad, la pregunta es un poco morbosa. Sin embargo, sabes que en ese trágico momento comenzó la leyenda, si es que no había empezado ya algunos años atrás. Los Beatles, la disolución del grupo, la paz, el amor, Yoko Ono, un puñado de buenas canciones y todo eso que nadie ha olvidado. Han transcurrido cuarenta y cuatro años. Y ahí sigue, en camisetas y memorias colectivas, convertido en icono indiscutible, casi arrollador. Un mito más fuerte que el márketing que le rodea, aunque alguna gente pueda pensar lo contrario. En tardes melancólicas o en noches de insomnio, escuchando ese puñado de brillantes canciones, permanece lo que nos importa: la música.
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