Me despedí de ella el lunes, en el hospital, noche cerrada de invierno en el norte. Le cogí la mano, tibia aún, y le deseé un buen viaje. Ya no podía oírme. La madre de Íñigo. Era elegante, divertida, comunicativa, inquieta, habladora, cariñosa, alegre, vasca por los cuatro costados, gran anfitriona. Una de esas mujeres que siempre se traen entre manos muchas cosas, muchos proyectos, muchos planteamientos, muchas ideas. Como si la vida nunca tuviese fin. Lecturas, cines, óperas, viajes, presentaciones (nunca se perdía las de mis libros), cafés con las amigas, comidas con antiguas compañeras del colegio o de la universidad, largas sobremesas con la familia... Todo era un gran acontecimiento para ella. Todo le hacía disfrutar. Se modernizaba con los tiempos, nunca quedaba atrás. Muchas veces le decía que si tuviese una cámara, la iba a convertir en una estrella (que ya lo era a su modo). Pero nunca tuve una cámara y ahora el tiempo se ha agotado. Algo que, en su caso, parecía imposible. Como si la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario