miércoles, 3 de julio de 2019

Seguimos cabalgando en la tormenta, Jim

Alrededor de los veinte años, como a tantos otros jóvenes, la figura de Jim Morrison me fascinaba. Me gustaba su música, su poesía, su rebeldía, su misterio, su magnetismo, su mirada desafiante y también, cómo no, aquella voz profunda y aquellas poses, dentro y fuera del escenario, cargadas de sensualidad y sexualidad que posteriormente serían imitadas hasta la saciedad con desigual acierto. Alrededor de mis veinte años, principios de los noventa, no había Internet, así que teníamos que apañarnos con periódicos y revistas, y programas de radio y de televisión. La película de Oliver Stone, 'The Doors', sirvió para actualizar el mito y que la historia del auténtico Jim Morrison volviese a ponerse de moda (Val Kilmer hizo un buen trabajo, pero, desde luego, no era aquella figura fascinante y algo atormentada nacida en Melbourne). Fotos de las diferentes épocas de su corta vida, antiguas entrevistas, frases provocativas, especulaciones, trozos de conciertos por la televisión, su voz oscura en algún programa de madrugada... Quedaban muchas cosas en el tintero, muchas incógnitas, pero aquello servía para dejar volar nuestra imaginación y avivar una leyenda que ya estaba forjada desde el mismo día de su muerte, el tres de julio de 1971, en París, a los veintisiete años. Acaban de cumplirse, por tanto, cuarenta y ocho años de su desaparición. No importa: Morrison, como Joplin o como Piaf, seguirá vivo mientras haya un joven en una habitación escuchando su música, enredando historias sobre su vida, recortando fotografías y, ahora sí, buscando sus imágenes por la red. Los conciertos, las entrevistas, las intervenciones televisivas, las poses sexuales, el brillante descaro, etcétera. Y aquella otra imagen, nunca vista, donde mostraba su sexo a un público enfervorecido, completamente entregado a su música y, probablemente, a más de un paraíso artificial. 
Hace doce años, también en pleno verano, yo estaba delante de la tumba de Jim Morrison, en el cementerio de París donde está enterrado, el célebre Père-Lachaise, lugar de peregrinación por excelencia para mitómanos de toda condición. Y allí, en aquel cementerio, una mañana fresca y soleada, volví a pensar en aquel tiempo, el de mis veinte años, encerrado en una habitación y fantaseando con el lado salvaje de todas esas criaturas irrepetibles. Y de repente, en aquel cementerio casi tan transitado como el metro que nos había conducido hasta allí o cualquiera de los museos de la ciudad, me imaginé a Jim, cerca de su propia tumba, observando el espectáculo y riéndose a carcajada limpia de todos aquellos que nos arremolinábamos delante de aquella lápida llena de fotografías del cantante y cercada por varias cadenas. Era lo que correspondía -creo- con la imagen que conservábamos de él de todo aquel tiempo, el de nuestros veinte años, encerrados en nuestra habitación con un solo juguete: la fantasía. 
A ratos, en mitad de la noche, seguimos escuchando su música, adentrándonos en el misterio, leyendo lo último que se ha escrito sobre él. Recordándole. Como también recordamos a Joplin, a Piaf o a Frances Farmer, que cualquier día de estos volverá a aparecer por aquí.

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