miércoles, 27 de enero de 2016

Carmen

Uno, tenga la edad que tenga, siempre piensa que sus padres o los padres de sus amigos nunca van a morir. Es un pensamiento que va unido, evidentemente, al deseo de que eso, la muerte, no haga su aparición. Pero la hace, por desgracia. La muerte, a veces, se presenta por sorpresa, inesperadamente, y las cosas son más dolorosas aún si cabe. Acabamos de enterarnos de la muerte de Carmen, la madre de una amiga, y aún estamos conmocionados. Carmen era, físicamente, una mujer espectacular. Con ese tipo de físico y elegancia que tiene Gena Rowlands. Y era, sobre todo, una buena mujer. Siempre tenía una sonrisa en los labios pintados de rojo y una palabra amable. A menudo le decía a mi madre cuánto nos quería a Íñigo y a mí. Era recíproco. Vivía al lado de la casa de mis padres y solíamos coincidir con ella en las terrazas de los alrededores. Siempre era un placer verla: contagiaba optimismo y alegría, aunque últimamente se quejase de sus dolencias y de la decadencia de estos tiempos. Quiero recordarla así, sentada en las terrazas o en los actos en los que coincidíamos, rodeada siempre -siempre- de gente joven: con su melena rubia (idéntica a la de Gena), su eterno cigarrillo entre los dedos, su elegancia, sus pañuelos de colores y esas ganas de vivir que, con dolencias o sin ellas, siempre transmitía. Descansa en paz, querida.

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