miércoles, 21 de octubre de 2015

Foto desde Mieres

No voy mucho a Mieres. Sin embargo, cuando lo hago o cuando recibo la foto que un lector se ha hecho con alguno de mis libros y reconozco sus calles, algo me remueve por dentro. Supongo que es inevitable. Todos aquellos viajes, en la infancia, para visitar a los abuelos. Los paseos por los alrededores de la plaza, las terrazas de los días soleados, la casa de los abuelos, el pozo minero (hoy ya desaparecido) y la camaradería de los hombres que entraban en él... Los días de invierno y los días de verano. Todo vuelve a mí, de repente. Según pasan los años (y determinadas circunstancias), podría decir que de una manera más acentuada aún. Más violenta. Todos esos paraísos perdidos, irrecuperables ya más allá de las palabras o la memoria. Uno de los lugares donde fuimos felices sin saberlo. Donde fui feliz sin saber lo que eso -ser feliz- significaba. Cada vez que vuelvo por allí o recibo una foto (como la que he recibido hoy, muy temprano, de una lectora fiel), retorno a todos esos paisajes. Y por un breve momento, ese regreso no se vuelve melancólico sino todo lo contrario. Sé que en ese breve momento, que es como una especie de fogonazo, está atrapada toda mi vida. Lo que soy, lo que siento, lo que escribo. Lo que me importa

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