sábado, 1 de agosto de 2015

Un día de agosto

Se casaron el uno de agosto de 1970. Eran jóvenes, guapos, inexpertos. Mis padres. Él tenía veintiséis años; ella, veintiuno. Aunque no estuve aquel día allí, después de ver tantas veces el álbum de fotos que mi madre guarda en una de las estanterías de la parte de arriba del armario de su habitación, a veces tengo la sensación de haber estado observándolo todo desde una esquina, como un buen fotógrafo. Los vestidos y los tocados de las mujeres. Los trajes de los hombres, las corbatas estrechas. Las monturas de las gafas, los zapatos, los bolsos, los peinados de unas y otros. El estilismo de una década, la de los setenta, que comenzaba aquel mismo año. Los rostros de los familiares que ya no están, los rostros jovencísimos de los que aún están. Un tiempo remoto que, de tanto observarlo durante todos estos años, se convierte en cercano. Unas imágenes que forman parte indiscutible de nuestra memoria, de la de mi hermana y la mía. Unas imágenes que, algún día, será muy difícil que pueda volver a ver. Cuando los protagonistas ya no estén aquí, como esos familiares -tíos, abuelos...- de los que antes hablaba. Un álbum que, algún día, se quedará en un armario para siempre. Unas imágenes que permanecerán en nuestra memoria. Aunque entonces la memoria quizá se convierta en aquello que escribió Wislawa Szymborska en un memorable poema: "Soy mal público para mi memoria./ Quiere que continuamente escuche su voz,/ y yo no dejo de moverme, carraspeo,/ escucho y no escucho/, salgo, regreso y vuelvo a salir". Quizá.  
Me dicen que aquel uno de agosto era un día soleado. Un sábado soleado en Mieres. Han pasado cuarenta y cinco años. Dicen que hoy también será un día soleado. Ahora, mientras escribo esto, no lo parece. Entra una humedad otoñal por la ventana y se escucha el sonido de algunas gotas que caen de los tejados, después de las intensas lluvias de estos días.
Hace unos meses, mientras entrevistaba a Elvira Lindo en el Centro Niemeyer, miré durante unos segundos al público (más de seiscientas personas en aquel teatro), y les vi a ellos, a mis padres, en la primera fila, siguiendo muy atentos la conversación. En aquellos momentos, Elvira recordaba anécdotas de su padre -todo un personaje-, recientemente fallecido, y, fugazmente, mientras ella hablaba de su padre y yo tenía la visión de los míos en la retina, pensé que si esta vida fuese un relato fantástico y apareciese un mago con un lámpara ofreciéndome deseos, sólo pediría uno: detener el tiempo. Detenerlo hoy, por ejemplo, en este primer día de agosto, cuarenta y cinco años después de aquel otro sábado, venga soleado o no.
Ya sé que esta vida no es ningún relato fantástico y que los magos no existen, pero, como diría el maestro Umbral (cuya obra -la mayor parte- no hace más que crecer con el paso del tiempo), ustedes disimulen.

2 comentarios:

  1. "Detener el tiempo" sí, sería magia. MAGIA con mayúsculas. Detenerlo para retener a aquellos que queremos con devoción infantil, ese amor de niños alimentado con los años. "Hasta el infinito y más. Te quiero así" decíamos mi hermano y yo cuando éramos pequeños estirando los brazos en cría intentando con ellos abarcar el concepto de universo infinito que teníamos. Dónde quedaron esos niños? Por cierto, mi madre tiene tb un álbum espectacular, teniendo el cuenta la época, hace mucho que no lo miro. El próximo día que la vea se lo pido.

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  2. De todo hace tanto...
    Mis padres se casaron el 28 de mayo del 36. Yo nací en el 60. Mi padre murió en el 75, mi madre en el 2006.
    Veo también fotos- tan amarillentas y sepias como las películas mudas en blanco y negro.
    A mi madre le encantaban los álbumes de fotos.

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