jueves, 19 de junio de 2014

Kathleen Turner

Resulta todo un espectáculo -un tanto morboso, si se quiere- ver las fotografías de Kathleen Turner a lo largo de todos estos años. Puede que aquellos carteles promocionales de "La gata sobre el tejado de zinc caliente", la obra de Tennesse Williams con la que cosechó un gran éxito de público y crítica en Broadway a principios de los noventa, fueran los últimos vestigios de aquel esplendor que deslumbró a todo el mundo con su primera película, "Fuego en el cuerpo", casi una década atrás. Kathleen, con la melena rubia, los labios rojos, las largas piernas y la combinación que Tennesse ideó para su personaje femenino, estaba apoteósica. La sensualidad en estado puro. Pero Kathleen era mucho más que un físico rotundo y una voz arrolladora y muy seductora. Era una actriz con verdadero talento. Aquella primera película de Lawrence Kasdan (¿qué ha sido de ti, amigo Kasdan?) lo dejaba bien claro. Su interpretación ya forma parte de la historia del cine. Fue en aquella década, la de los ochenta, la de sus interpretaciones memorables en cine. De la mano de John Huston, Francis Ford Coppola o Danny DeVito consiguió grandes composiciones que nunca fueron premiadas por la Academia. Sólo obtuvo una nominación a los Oscar, con la película de Coppola, "Peggy Sue se casó", donde, ciertamente, estaba espléndida. (Marlee Martin, aquella chica que hacía de sí misma en "Hijos de un dios menor" y de la que nunca más se supo, le arrebató con todo descaro e injusticia el premio: no era la primera vez ni sería la última que pasaban cosas así). Como también lo estaba en "El honor de los Prizzi" o en "La guerra de los Rose", donde, pese a la brutalidad del tema que se trataba -la destrucción de su matrimonio con Michael Douglas, después de sus exitosas aventuras en la jungla-, exhibía unas dotes para la comedia que pocos supieron explotar como es debido. Ah, los eternos encasillamientos.
Poco después de aquel éxito en Broadway de la mano del señor Williams, se le diagnosticó una dolorosa enfermedad reumática que, junto a la adicción al alcohol a la que todo aquello la abocó, terminó con la espectacularidad de aquel físico. No con su talento, evidentemente. Ni con su voz aguardentosa, como la voluptuosa Jessica Rabbit sabe y en alguna sobremesa televisiva nos recuerda. Supo reírse de sí misma (gran comedianta, ya lo apunté más arriba) en "Los asesinatos de mamá", de John Waters. Y haciendo de (inolvidable) transexual en aquella ñoñería de serie llamada "Friends" (nunca entendí su éxito, la verdad). Y, chica lista, fue buscando más papeles destacados en el teatro. Como anillo al dedo le venía el personaje de Tallulah Bankhead, aquella mujer de lengua viperina y mirada sarcástica que le sirvió a Bette Davis para componer uno de sus memorables papeles -¿el más memorable de toda aquella galería de memorables?-, la Margo Channing de "Eva al desnudo", Joseph Leo Mankiewicz mediante. Entre gloriosas lobas andaba el juego. Como debe ser.
En teatro interpretó a una monja y a la famosa señora Robinson de "El graduado", con discreto desnudo incluido. Y soberbia, dicen quienes tuvieron oportunidad de verla, fue su composición de Martha, el personaje central de "¿Quién teme a Virginia Woolf?", la demoledora obra de Edward Albee, convertida ya en un clásico del teatro contemporáneo. Kathleen era perfecta para ese papel. Algo que no siempre se puede decir de todas las actrices que lo llevan a las tablas. No sólo se necesita ser una gran actriz para interpretarlo, se necesita algo más: un dolor personal que se transmita al personaje, haber vivido ciertas experiencias vitales, mostrar esas cicatrices sin pudor, incluso con rabia.
Kathleen cumple hoy sesenta años. Y lo hace sobre las tablas de un teatro de Londres. No es mal plan, desde luego. Alguna vez ya lo escribí: Kathleen, como tantas otras grandes actrices, necesita un Scorsese o un Almodóvar (por decir) que le hagan ganar ese Premio de la Academia, antes de que sea, como el de la Bacall y algún que otro mito, un Premio Honorífico. Ella, Kathleen, todavía puede. Confiemos. Y confiemos también en que le den el Donostia antes que a cualquier niñata que venga a presentar su película a San Sebastián. Pocas como ella se lo merecen.

 

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