miércoles, 18 de junio de 2014

El refugio de la memoria

Y de repente, vuelvo a tener ocho, nueve, diez años. Y estoy ahí, en esa playa donde íbamos a pasar todo el mes de julio, leyendo el libro que mi madre me acaba de comprar en una tienda donde los libros se mezclan con los periódicos, con los bronceadores, con las alpargatas, con las botellas de agua, con los flotadores de goma y los balones para el agua. Estábamos a finales de los setenta, a principios de los ochenta. Aquel pueblo donde veraneábamos, San Juan, está situado a cinco kilómetros de Alicante. Era un sitio pequeño, donde las casas bajas compartían paisaje con aquellos altos apartamentos que estaban empezando a construir. En uno de ellos, nos instalábamos nosotros durante aquel mes, el de las vacaciones de mi padre. Me gustaba asomarme a la terraza, contemplarlo todo desde aquella altura. Tengo ocho, nueve o diez años, y estoy ahí, en esa terraza, también leyendo, mientras mi madre termina de preparar la comida. Estoy contento ese día: mis padres me van a llevar esa noche al único cine que hay en el pueblo. Un cine al aire libre. No recuerdo muy bien qué película vimos, pero sí la sensación de estar allí, sentado en aquellas sillas de color azul, frente a una pantalla enorme y un cielo estrellado, rodeado de gente. Y la sensación de querer volver a ese cine cuanto antes. Hacía calor, como siempre. Un calor sin humedad, muy distinto al de mi ciudad. Como lo hace hoy, en este mismo pueblo, San Juan, al que he vuelto después de tantos años. No reconozco nada de aquel pequeño pueblo que era entonces. Todo ha cambiado muchísimo. Sólo la playa sigue igual. Inmensa, de arena blanquísima y mar en absoluta calma. Íñigo me hace muchas fotos, pero ninguna de ellas capta lo que va pasando por mi interior (llevo gafas de sol, disimulo). Ese cúmulo de emociones. El vertiginoso paso del tiempo. El miedo. Sí, el miedo: a la vida y a su contrario. De pronto, tienes ocho, nueve, diez años, y, en un abrir y cerrar de ojos, ya has pasado de los cuarenta. Recuerdas muchas cosas: el paseo del apartamento a la playa, la visita a aquella librería donde todo tenía cabida, la sensación de entrar en las aguas templadas del Mediterráneo, la Coca-Cola que te tomabas con tu padre a la vuelta de la playa, los helados de la tarde, los granizados en aquellas terrazas, las visitas al cine, los paseos al anochecer... Todo aparece nítidamente en tu cabeza y remueve muchas cosas, muchos sentimientos. Vuelves a pensar que has tenido unos buenos padres, que aún los tienes. Y piensas, ay, que, en aquella época, ellos eran más jóvenes de lo que tú eres a día de hoy. El vértigo regresa. Y la boca de tu estómago se transforma en una especie de remolino que no para. Es irremediable. No es nostalgia. No es melancolía. Es otra cosa. Placentera y dolorosa. Una sensación única. Ves toda aquella parte de tu pasado de un modo muy nítido, y eso es el motivo del placer y del dolor. El placer que te proporciona saber que has estado ahí y que ahí has sido feliz. Y el dolor, inevitable, por el paso del tiempo. Y todo lo que eso conlleva. El miedo, otra vez. Íñigo me pregunta si quiero tomar algo en una terraza, sentarnos en un banco frente al mar. Pero le digo que no. Mejor cogemos el coche y nos vamos, le digo. Y ya dentro del coche, soy consciente de que esta puede que sea la última vez que regrese a este pueblo. Y también lo soy de que la memoria me permitirá hacerlo tantas veces como quiera. En su refugio, el de la memoria, conserva intacto aquel paraíso, definitivamente desaparecido más allá de sus contornos.  

2 comentarios:

  1. Tremendamente emocionada mientras paseo a Lola, me siento un poco ridícula llorando aquí en el parque mientras leo en el móvil una entrada cuyo título ya encierra en sí mismo una novela, una película, la de cualquiera de nosotros. Decididamente somos hijos de un tiempo en el que todo era mas fácil a pesar de las dificultades. A mí mi madre me vestía de muñeca a pesar de que los sueldos eran una miseria y nos daban todo, al menos, todo lo que estaba a su alcance, pero lo más importante nos hacian sentirnos queridos, protegidos, cobijados. Esa sensación de abrigo, de protección es la que tanto tememos perder ahora que nuestros padres se van haciendo mayores y empiezan a pagar el tributo de la edad. Esa percepción que tenemos la mayoría de nosotros los cuarentañeros (alguna excepción habrá seguro) de haber tenido unos buenos padres, cada uno de nosotros los mejores, de que trabajaban porque nuestro futuro fuera mejor, y ahora se encuentran con este panorama, que si es desesperanzador para nosotros imagínate lo que supondrá para ellos. Y esa otra emoción, la que te coge la boca del estómago, la que te estremece pensando lo rápido que ha ido todo, como una piedra que rodando sin freno, forma un alud sin marcha atrás, tb la tengo yo. Me angustia pero no me vence y tiene nombre es miedo. También es una suerte saber llamarla por su nombre y mirarla de frente. Un saludo Ovidio y como siempre espléndido.

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  2. Ayer reconocía un agujero negro en mi interior que me asalta algunas veces y hoy fb me recuerda esto!

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