jueves, 5 de junio de 2014

Diane Arbus en la playa

La playa, a esas tempranas horas, es un lugar muy tranquilo. Es una playa grande, abierta. La recorro de un lado a otro, varias veces. Me gusta hundir los pies en la arena mojada, sentir el agua rompiéndose contra mis tobillos. Es una sensación que hace que me olvide de casi todo. Mientras la recorro, voy observando a toda la gente que pasa por mi lado. A las mujeres, sobre todo. Voy buscando en ellas el rostro de Liv, esa actriz mediocre que se parece a Catherine Deneuve de joven y que protagoniza una de las novelas que estoy leyendo, pero no la encuentro. Aún no se si está viva o muerta, Liv. Tengo que seguir leyendo, aunque no quiero que se termine la intriga. "La oscuridad", de Ignacio Ferrando. La dosifico. 
Me encuentro con otras mujeres. Algunas de ellas me llaman la atención. Esa de ahí, por ejemplo. Lleva un bañador negro y sobre el pecho, algo quemado por el sol, un collar de perlas doradas. Rondará los sesenta años y parece sacada de una fotografía de Diane Arbus. Una de aquellas mujeres que tuvieron dinero y posición social, y que de repente dejaron de tener ambas cosas, quién sabe los motivos. No se resignaban a ello y trataban de mantener aquella parte decididamente exagerada que la fotógrafa neoyorquina tan bien supo captar. El paisaje es idílico, azul por todas partes, relajante. Sin embargo, siguen siendo esos personajes un tanto estrambóticos y decadentes los que más me llaman la atención. Lo que se esconde detrás, lo que las condujo a este día, a esta playa, caminando por la orilla con un bañador negro y un collar de perlas doradas sobre ese pecho algo quemado por el sol. La mujer sigue su camino y yo, en dirección contraria, el mío, pero no puedo evitar seguir pensando en ella, en su historia. Y ya no me acuerdo de Liv, la actriz mediocre que se parece a Catherine Deneuve de joven. Mis pensamientos se centran en la vida de esta mujer que me acabo de encontrar. Sintiendo -posiblemente- aquella misma fascinación que condujo a Diane Arbus a retratar a todas aquellas mujeres. Fumadoras, con grandes sombreros, sonrisas sarcásticas y una copa vacía en la mano, siempre reclamando la siguiente. Pensando en esos finísimos hilos que separan la vida real de la vida que uno, imaginariamente, quiere vivir.  

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