martes, 24 de junio de 2014

El hombre que leía a Delibes

El hombre estaba sentado en un banco del Parque de Invierno, alrededor de las once de la mañana, leyendo "El hereje", el último libro publicado por Miguel Delibes. Es normal encontrarte en ese lugar con mujeres de parecida edad a la de aquel hombre -entre setenta y ochenta años, quizá más cerca de estos últimos- leyendo libros, pero no es habitual ver a hombres de esa edad con libros en las manos. Con un periódico, normalmente deportivo, a lo sumo. (También es habitual, más aún en estos tiempos crispados, encontrártelos en ese Parque o en cualquier otro, enzarzados en cualquiera de esas discusiones sobre política que terminan subiendo la tensión arterial y que no llevan a ninguna parte). Lo mismo que ocurría cuando trabajaba como librero. Algunas de aquellas mujeres de esa edad que venían por la librería, con la vista ya muy mermada, solían reclamar libros con la letra muy grande. "¿Por qué se empeñarán en hacer libros con la letra tan apretada?", se quejaban. Me hacía gracia aquella expresión, "letra apretada". Me recordaba a uno de aquellos hallazgos lingüísticos de Carmen Martín Gaite. Quizá ella lo utilizó en alguno de sus libros. Puede ser. Y seguía buscando títulos por la librería que tuviesen la letra grande para aquellas mujeres. Siempre había alguno que aún no habían leído.
El hombre que leía a Delibes estaba muy concentrado y no levantaba la cabeza de libro ni un solo momento, a pesar de que, debido al buen tiempo, había bastante gente rondando por allí. El grupo de mujeres que salen siempre a esa hora con sus pequeños e inquietos perros; los jóvenes (y no tan jóvenes) sin trabajo que quedan para correr; los adolescentes que fuman sus primeros cigarrillos o los que aprovechan el descanso de las clases para tomarse un bocadillo y una Coca-Cola helada (por un euro con setenta puedes comprar ambas cosas en un bar cercano: alguna mañana resacosa o difícil de llevar, he caído en la tentación); los que vamos paseando y pensando en nuestras cosas, sin perder detalle de lo que nos rodea... A esas horas, solemos ser siempre los mismos. Ahora, si el tiempo es bueno como el de estos días, ya hay gente tomando el sol en bañador sobre la hierba.
Hace tiempo que no me encuentro con uno de mis personajes favoritos de estos paseos. Se trata de una chica joven, un tanto extraña, que padece, con toda probabilidad, algún tipo de enfermedad nerviosa. Cuando pasas por su lado, pese al amplio espacio que hay, se detiene para que pases, no quiere hacerlo al mismo tiempo que los demás. También, si hay una franja de baldosas de diferente color, las esquiva, saltándolas con sus pequeñas piernas. Desde que acabó el invierno, dejé de verla. Tal vez vaya a otra hora, pero, incluso, esos días, los que también hago ese mismo paseo a otra hora, no la he visto. Me llamaba la atención la ligereza de un bolso grande -demasiado grande para su estatura- que siempre llevaba en la mano. El viento lo movía fácilmente de un lado a otro, como si no llevase nada dentro. Acaso, quién sabe, una llave o un pañuelo o una moneda o un móvil de esos ligeros y desfasados. Sólo eso. Ella lo agarraba con fuerza. Posiblemente, aquel gesto la ayudaba a vencer algunos de sus miedos. El bolso la remitía a su casa, a su refugio. Lo inhóspito, por así decir, era todo los demás. Éramos todos los demás.
A veces, ese pequeño gesto, el de agarrar con fuerza el bolso que te pertenece -como leer un libro de Delibes o de quien sea-, es lo que te ayuda a mantener la cordura. Y ahuyentar lo inhóspito.

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