miércoles, 28 de mayo de 2014

La infancia habitada

La adivina insistió en ver nuestro futuro. Escépticos, dada la amistad que nos unía, la dejamos hacer. A mí me entró la risa. La misma que me entraba en el colegio cuando el profesor estaba explicando la lección y yo me acordaba de alguna tontería. O cuando mi amigo B., sentado a mi lado, con aquel vozarrón que ya tenía a los quince años, se cagaba en Dios en las clases de religión. Cosas de adolescentes. Aún hoy, tan alejada ya la adolescencia, no puedo evitar esa risa en las situaciones más comprometidas. Me pasó el otro día, en el ascensor, subiendo con una vecina. No me entró la risa por nada concreto. O sí, por algo concreto, pero voy a ser discreto y no lo voy a contar aquí. Me entró la risa en uno de esos momentos en los que sabes que no te debes reír, y punto. A veces, cuando me ocurre eso, aunque no se pasa bien, pienso que no todo está perdido. Enseguida se evaporó la risa, delante de la adivina. Cuando nombró la traición que íbamos a sufrir por parte de un buen amigo, el mejor desde los tiempos de la infancia. Se esfumó la risa de inmediato, sí, porque la traición ya la habíamos sufrido y ella, ajena por completo a nuestra amistad, no disponía de datos para saberlo. Nos miramos y sentimos un escalofrío por la espalda. El mismo que sientes cuando alguien descubre un secreto importante que das por supuesto que nadie conoce. La dejamos seguir hablando. (Las cosas que le dijo a Íñigo, todas ellas creíbles, tampoco las voy a contar aquí). Me dijo que, aparte de mi madre, había una mujer muy importante en mi vida. Una mujer a la que recordaba cada día y que ya no estaba con nosotros, la abuela: la madre de mi madre. Que ella me protegía, nos protegía. Hoy se cumplen veinticinco años de su muerte. Un 28 de mayo tan lluvioso como éste, tan triste, tan invernal. El tiempo ha pasado muy rápidamente. A veces pienso: ¿Dónde están todos estos años? Han pasado a toda velocidad. Pero una cosa es cierta: nunca he dejado de pensar en ella, en la abuela Virginia. Ni un solo día. Sé que ya lo he escrito en más ocasiones, pero no importa. Quizá ahora, pasados ya los cuarenta, lo hago con más insistencia: pensar y escribir sobre ella. No es algo premeditado. Todo lo contrario: surge de un modo natural, espontáneo. El vértigo (vértigo por muchas cosas), traspasados los cuarenta, se agudiza. El vértigo o el miedo, qué importa el nombre. Y pensar en ella, en la abuela, es una manera -creo- de no olvidar los años de la infancia: todo aquel tiempo en el que el significado del vértigo ni siquiera existía. Los miedos actuales, todos ellos, eran algo completamente ajeno a nosotros. Pensar en ella es la única manera que conozco de detener el tiempo. O de imaginar que soy capaz de detenerlo, aunque sea algo momentáneo. Pensar en ella, veinticinco años después de su muerte, imaginar todo lo que le contaría si estuviese aquí. Imaginar su risa y sus silencios. En fin, todo eso. Una manera de que los quebraderos de cabeza y las decepciones no terminen por volverte loco. Una forma de protegerte contra todo lo malo que está por venir y por todo lo malo que ya está aquí. Habitar en la infancia, durante un rato. Eso que tan bien han hecho y narrado tantos escritores a los que admiro. De Truman Capote a Ana María Matute. Habitar en la infancia. Es lo que quiero hacer hoy. Recuperar aquellas sensaciones, cerrar los ojos, olvidarme de todo este tinglado.
La adivina quería seguir hablando. Con educación, se lo impedimos. Salimos de aquella casa con el mismo cansancio que si hubiésemos estado haciendo un importante ejercicio físico. Las piernas doloridas, los músculos agotados, la cabeza un poco ida. Demasiado batiburrillo de sensaciones. El mundo exterior, al salir el portal, nos pareció algo inmenso, inabarcable. Caminamos en silencio hasta llegar a casa. Decididamente, el mundo exterior era la otra cara de aquel juego. El juego de Truman Capote y Ana María Matute, entre tantos otros, magistralmente plasmado en sus escritos. Ese retorno a la infancia. Paraíso nunca lo suficientemente habitado.

1 comentario:

  1. Cierto la infancia es un paraíso nunca suficientemente habitado porque no somos conscientes de que no vamos a volver a ella y de que en ella quedará lo mejor de nosotros mismos. Aunque haya que desplegar velas y seguir la travesía de la vida. Un besín Ovidio, hoy también se cumple aniversario de uno de los días más bonitos de mi vida, pero esa es otra historia.

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