domingo, 4 de mayo de 2014

Mi madre y yo

Hace unos días, por casualidad, me encontré en casa de mis padres con una fotografía antigua. En ella, acababa de cumplir un año y, sentado en uno de esos sofás de escay granate tan característicos de la época (principios de los años setenta), sostenía un bonito reloj que ellos, mis padres, tenían en su mesita de noche y con el que me gustaba jugar a todas horas. No sé qué metáfora se escondía detrás de aquellos juegos con el reloj o si en realidad se escondía alguna. Me gustaba ir de un lado a otro de la casa con aquel reloj, como un ingenuo guardián de las horas (por así decir). Y a mi lado, en la fotografía, sonriente, estaba mi madre. Estaba muy delgada, llevaba la melena larga, levemente ondulada, unos pantalones de espiga marrón, un conjunto de chaqueta y jersey de color naranja y unos zapatos de ante, de tacón y hebilla ancha, del mismo color. Un conjunto que podría estar perfectamente de moda hoy mismo. Los dos estábamos vestidos como si estuviésemos esperando a alguien para salir a la calle. A mi padre, seguramente. Lo más probable, dado el conjunto de ropa de mi madre, es que estuviésemos en primavera. Por eso, estaríamos esperando que mi padre llegase del trabajo para salir a dar un paseo en uno de esos días primaverales en los que las tardes se van alargando y sentarnos en alguna terraza de los alrededores. La vida aún no nos había rozado a ninguno.
Han pasado cuarenta años de esa fotografía que ahora está en nuestra casa, en las estanterías, entre los libros de Alice Munro y los de Natalia Ginzburg, justo enfrente de la mesa donde estoy escribiendo estas palabras. Cuarenta años. Se dice pronto. La sensación de vértigo no puede ser más viva. De repente, uno piensa en todas las cosas que han pasado en todos esos años y casi dan ganas de meterse en la cama, como si se metiera en la fotografía, y dejar de pensar de inmediato. Salirse por un rato de la vida como se salía de su película Jeff Daniels en aquella memorable película de Woody Allen para tener, dentro de la propia película del neoyorquino, un romance con el desdichado personaje de Mia Farrow. Y quedarnos sólo con esa parte de la película.
Pero de la vida, aunque nos metamos en la cama durante horas, no nos podemos salir tan fácilmente. Eso ya lo sabemos. A pesar de lo mucho que, a ratos, nos gustaría. Cuando yo me quiero bajar de todo esto porque me han traicionado, porque me han mentido, porque me han hecho promesas que no se han cumplido, porque me han hecho daño o porque las cosas no salen como uno quiere, me salgo de esta realidad embarullada, como Daniels se salía de su película, y me voy a pasear con mi madre. Sé que, pese a todo lo malo que pueda ocurrir a mi alrededor, en esos momentos, soy un afortunado. Camino con mi madre, fuera de la película donde están sucediendo las cosas desagradables, y todo cambia. A su lado, todo puede ser posible. Su optimismo siempre termina por contagiarme. Siempre consigue que vea las cosas de otra manera. No es millonaria (ni mucho menos), pero el dinero no le importa lo más mínimo. Sólo le importa ahuyentar la enfermedad, la suya propia y las que puedan hacer su aparición en nosotros (mi padre, mi hermana, mi marido y yo), su familia. Sólo eso. Estar aquí, ahora, conmigo, o todos juntos. Reírse un rato e invitar a una copa de vino (ella siempre paga el vino -¡y tantas cosas!-, aunque sea más de una copa). Detener, por unos instantes, el tiempo. Y no temer al tiempo que vendrá.
Muchas veces, cuando quiero salirme de la parte más fea de esta película, llamo a mi madre y con eso es suficiente. Lo malo se desvanece. Su voz espanta los miedos que acarrean los malos tiempos o el incierto porvenir. Su voz -balsámica- espanta todo eso. Mi madre confía. Siempre confía. Como yo confío en poder seguir escribiendo sobre ella. Y que ella, mi madre, pueda seguir leyéndolo. Dentro o fuera de esta película que nos está tocando protagonizar. Todo el tiempo que sea posible. Todo. Sin perdonar ni un solo segundo.

3 comentarios:

  1. ¡Qué hermoso Ovidio! Qué magnífica forma de enfrentar los sinsabores de la vida yéndote con tu madre a conversar.Quizás no se hayan cumplido algunas expectativas durante esos cuarenta años,pero hay algo que resulta esencial en tu vida y que considero que es mucho más importante y es el hecho de disfrutar esas largas conversaciones con tu madre.Ni el dinero, ni el éxito, ni las satisfacciones que te llegarán podrán compensar un sólo minuto que pasas ahora con tu madre.Disfruta lo que ese futuro imperfecto no te trajo pues resulta mucho mejor de lo que pudiste imaginar. Deseo que tu madre esté recuperada(al menos que no tenga ya ningún dolorcillo) para que podáis disfrutar mutuamente, una del otro, por mucho,mucho tiempo. Desde México le mando un besote cariñoso.
    Por cierto, ahora estoy con"Las lunas de Júpiter" de Alice Munro por tu culpa...ja,ja,ja,ja,Muchas gracias Ovidio y un abrazo para ti y para íñigo.

    ResponderEliminar
  2. Magnifico relato con el que me siento identificada, y es que no hay mejor antídoto contra la superficialidad cotidiana, los problemas y el mal tiempo, que pasear del brazo de una madre.

    Saludos,

    Carlota.

    ResponderEliminar