viernes, 16 de mayo de 2014

Más allá de la soledad

La veo casi todos los días, por los alrededores de nuestra casa, a unas horas y otras. Es una mujer alta, de grandes proporciones, entrada en carnes, con las piernas muy hinchadas por la mala circulación y una peluca color ceniza que, según el día, deja entrever el escaso pelo que se esconde debajo. Rondará los setenta años. Viste faldas largas, zuecos sin tacón, medias negras (hasta la rodilla, apretando fuerte la carne) y chaquetas dos tallas por encima de la suya, lo que, sin duda, la hace parecer más enorme aún. Suele llevar unas gafas de sol colocadas encima de la peluca color ceniza. Pocas veces se cubre los ojos con ellas. Ni siquiera cuando hace sol. Siempre está sola, arrastrando con dificultad -las manos hinchadas, la mala circulación- un viejo carrito de la compra o sentada en una cafetería tomando un café con leche mediano y un bollo dulce o una tortita bien repleta de nata y caramelo. A veces, sin muchas ganas, echa un vistazo al periódico del día o a alguna revista atrasada. Otras, observa el infinito, sin detenerse demasiado en ninguna de las personas que pasamos por su lado. No ha cambiado mucho en estos tres años y medio, desde que cerró la librería en la que trabajaba. Sí, pasaba de tarde en tarde por allí, por la última librería en la que trabajé. Tenía una voz suave, muy dulce, que contrastaba con su contundente aspecto físico. Preguntaba por libros que siempre estaban descatalogados. Novelas negras de autores pocos relevantes. Decía que esas historias le interesaban mucho, las historias donde siempre había que resolver un misterio, un crimen. Novelas entretenidas, sentenciaba. Hablaba conmigo, pero parecía que lo hiciese consigo misma. Como les ocurre a las personas que pasan demasiado tiempo solas. Todo el tiempo. Solas. Siempre dejaba el viejo carrito a un lado, del que sobresalían bolsas de magdalenas, de galletas, de bollería industrial cubierta de chocolate blanco o negro. Un día se dio cuenta de que estaba mirando para el carrito y me preguntó si quería una galleta o una magdalena. Rehusé educadamente y prosiguió con sus historias de libros baratos y aventuras -siempre descatalogados, aunque ella decía tener aquellos libros en su casa- que, según apuntaba, la ayudaban a conciliar el sueño. El sueño que había perdido desde la muerte de su madre, ocurrida años atrás. Es el único dato personal que me ofreció en una de aquellas pocas veces que pasó por la librería. Por eso leo esas historias, repetía. Me ayudan a conciliar el sueño, ya casi al amanecer, añadía.
Podrían decirse muchas cosas de esta mujer. De la sensación que su presencia provoca ahí, en las cafeterías, comiendo dulces, engullendo toda esa grasa, siempre sola. Quizá la más destacada sea la de la tristeza. Siempre que paso por su lado (parece no acordarse de mí, de aquellas lejanas tardes en las que, hablando conmigo, hablaba consigo misma) y la observo con disimulo -el viejo carrito muy cerca: supongo que, como entonces, repleto de dulces, calorías sobre calorías- me parece que no hay imagen que defina de un modo más contundente la tristeza. Más allá, incluso, de la soledad. La tristeza con mayúsculas. En toda su crudeza. Sin maquillajes.   

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