miércoles, 19 de marzo de 2014

Un vacío sin cuerdas

António Lobo Antunes está en un hospital de Lisboa y yo estoy en el de Oviedo. Su última obra es la que tengo en mis manos, "Sobre los ríos que van": por eso sé que él está en un hospital de Lisboa, enfermo de cáncer, recordando, entre el dolor y el aturdimiento que le provocan los medicamentos, el largo viaje desde la infancia hasta ese momento, aturdido, en el hospital. La persona a la que hoy acompaño entra en la sala donde le han indicado. Y, por unos momentos, mientras levanto la vista del libro y la veo dirigirse a esa sala, descubro la mirada de una mujer. Está al otro lado del cristal, en la calle, bajo la fina lluvia que está cayendo. No es una mujer joven, tampoco demasiado mayor. Parece, como Lobo Antunes, algo aturdida, como si no supiese muy bien dónde se encuentra. Sus ojos me miran, tratando de buscar algo, no sé muy bien el qué. Quizá la respuesta a una pregunta: ¿Qué hago aquí, a este lado del cristal? Buscando otra pregunta, quién sabe cuál. Sonríe por un instante y descubro que no tiene dientes. Pese a ello, su sonrisa no es desagradable. Nada en su rostro lo es. Más bien al contrario, pese al evidente deterioro. A una vejez, digamos, algo prematura. Sí, de eso se trata. Hay algo inquietante en esa mirada que esquiva las miradas del resto de las personas que nos encontramos en esa sala y que se dirige sólo a mí. Una mirada poderosa, inquietante, turbadora. No sé muy bien si seguir con mi mirada el movimiento de la suya o regresar al libro, a la historia que va y viene en el tiempo, la del joven y viejo António, recordando desde ese hospital de Lisboa. Tomo la determinación de apartar la mirada de esa mujer que me mira con descaro, desafiante, y regreso al libro. Pero ya no consigo centrarme en la historia que Lobo Antunes cuenta. Sólo soy capaz de pensar en esa mujer, la que está al otro lado de la ventana, bajo la fina lluvia que no deja de caer. ¿Qué la ha llevado hasta ahí? ¿Por qué está sola? ¿Qué busca? Me planteo todas estas cuestiones, sin apartar los ojos del libro, haciendo como que estoy leyendo. No puedo evitar planteármelas. Esa mujer que deambula sola, sin dientes, algo aturdida, por los alrededores del hospital, a primera hora de la mañana, bajo un cielo plomizo. Levanto la vista del libro (es una tontería que siga mirando para él, continúo sin poder concentrarme) y descubro que ya no está al otro lado del cristal. Ahora está en la misma sala en la que yo me encuentro. Sentada en una de esas incómodas sillas de plástico, al lado de la ventana, esperando. Esperando, ¿qué? Ha dejado de mirarme. O eso creo. Mira a través del cristal, a la calle donde hace pocos instantes se encontraba, la fina lluvia que cae y que posiblemente se transforme en tormenta. Regreso al libro. Pero las cosas que me imagino se superponen a las palabras que leo. Cosas sobre ella, sobre esa mujer. Su equilibrio o su desequilibrio. Su mirada, ajena o centrada en mí. Su viaje, como el de Lobo Antunes, desde la infancia hasta este momento, en este hospital. Algunas veces hay preguntas difíciles que se responden por sí solas. Creo que cuando alguien me pregunte los motivos por los que escribo, contaré esta historia. Sí, por eso escribo. Por esa mirada. La de esa mujer. Las incógnitas que se vislumbran. Y que son más poderosas que cualquier otra cosa. Que cualquier otro enigma. Un inevitable vacío sin cuerdas.             

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