miércoles, 26 de marzo de 2014

La taza de Duralex verde

La taza es de Duralex verde. Está ahí, en una de las estanterías más altas de uno de los armarios de la cocina de mi madre, junto a otras tazas y platos de los que se resiste a desprenderse. Siempre hay algo en la cocina de nuestras madres que, aún siendo cocinas nuevas, nos remiten a las cocinas de sus madres. La cojo. La miro. Me preparo un café con leche y me lo tomo en ella, en esa taza de duralex verde, mientras observo impotente cómo este inesperado temporal arrasa con todas las plantas que mi hermana tiene en la terraza. Una taza de la Transición. Una taza en la que se agolpan muchos recuerdos para los que ahora tenemos entre cuarenta y cincuenta años (más o menos). Recuerdos personales, no los que se derivan de esa serie que, a mi juicio, tiene más prestigio del merecido. Los recuerdos propios. Los niños de entonces no sabíamos quién era Adolfo Suárez. Era un señor que salía en la televisión. Un señor al que todo el mundo, en principio, votaba. El presidente del gobierno. El primero de la democracia. Pero eso lo supimos mucho después. Entonces, tomando nuestros Cola-Caos en aquellas tazas de Duralex verde, no sabíamos nada de lo que estaba pasando. La taza conserva el recuerdo de aquellos sabores, el de los Cola-Caos, el de los primeros cafés con más leche que café, no el de lo que hacía aquel señor que salía en la televisión y sonreía mucho, y todo el mundo decía que qué gran político era. Alrededor de la taza también se agolpan las imágenes de aquellos cómicos que lo imitaban exageradamente. De las leyes que cambió tuvimos noticia tiempo después, cuando ya no éramos unos niños. Y aquellas tazas de Duralex verde ya comenzaban a arrinconarse, a ocupar espacio en las estanterías más altas de los armarios. En casa de algunas amigas, en aquel tiempo en el que estábamos descubriendo lo que había hecho aquel señor y tantas otras cosas, los platos que acompañaban a aquellas tazas eran ya utilizados como ceniceros. Aunque los fregases con abundante jabón, la ceniza ya estaba adherida con fuerza en el fondo de aquellos platos y no había modo de deshacerse de ella. Las vajillas, como los tiempos, ya eran otras. Y nadie quería mantener aquellos utensilios que remitían a un pasado en blanco y negro y que parecía casi remoto. Aquellas amigas, como nosotros mismos, aguardábamos un futuro lleno de promesas y esperanza. No sé muy bien en qué momento todo eso se volvió añicos.
Ahora, después de que han transcurrido tantos años y tantas cosas, todo está embarullado. Lo que fuimos, lo que somos. Más que eso: todo está envuelto en una sensación de derrota. Es cierto que no hay que ser negativos y que cada día hay que tratar de recuperar las expectativas (cada cual tendrá las suyas) y todo ese blablablá, sin embargo, echas un vistazo a tu alrededor y todo se vuelve cuesta arriba. Puertas que se cierran, promesas que no se cumplen, ilusiones que se van arrinconando. Las mentiras de los políticos y las mentiras en (casi) todos los ámbitos. Ésa es la verdad. Cada cual tendrá la suya. Y todo eso ocurre cuando tenemos, según dicen los que ya pasaron por ella, la mejor de las edades (entre cuarenta y cincuenta). Habrá que seguir esperando. Sin darse del todo por vencido y teniendo muy presentes esas palabras que Álvaro Pombo escribe en su última y magnífica novela: "La vida es una sucesión de explosiones instantáneas, placenteras o aterradoras, que transcurre sin sentido".
Mientras tanto, mientras la lluvia sigue arrasando con todas las plantas de la terraza, decido que me voy a llevar esa taza a mi casa. La taza de Duralex verde. No como un acto de melancolía, sino como una manera de no perder los recuerdos. Los de aquel tiempo en los que aún no sabíamos de qué iba todo esto.    

2 comentarios:

  1. Que bueno, tb estaba la de Duralex marrón...la España de la Transición. Besos

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  2. Después de leer este post, hemos pensado que quizás quiera participar en nuestro modesto homenaje a Duralex por su 70 aniversario! Estaríamos encantados de contar con su recuerdo... Un saludo.

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