lunes, 24 de marzo de 2014

Maneras de huir

Son las diez menos cinco de la mañana. El cielo está despejado y parece que la primavera, aunque sea por unas horas, se ha instalado definitivamente. La primavera que, yendo y viniendo, nos mareará como siempre. Estoy en el parque San Francisco, sentado en un banco, esperando que se decidan a abrir la biblioteca de La Granja, que es la única en toda la ciudad que tiene el último libro de Álvaro Pombo -"La transformación de Johanna Sansíleri"- y que tengo muchas ganas de leer. A pesar de que su anterior libro no me interesó demasiado, considero a Pombo el autor de unas cuantas novelas memorables y no me pierdo ninguna de sus publicaciones. A mis espaldas, oigo la voz de un hombre. Es una voz cantarina, risueña. La voz de un hombre que parece contento. Me doy la vuelta y descubro que es un hombre alrededor de setenta años bien vestido y con el pelo canoso y arreglado. Está hablando con un árbol. Habla y mueve las manos como si estuviese teniendo una conversación con un ser humano. Lo miro con disimulo, intrigado. La retahíla es un poco embarullada y sus palabras no se entienden demasiado bien: como si perdiese el hilo o no hubiese hilo ninguno. Durante unos segundos, pocos, el hombre se calla y se queda mirando fijamente al árbol. Como si estuviese esperando que ese tronco le respondiese algo. Luego, sigue con su discurso, con esa retahíla embarullada que apenas se entiende. Poco a poco, se va alejando de él, del árbol, pero sigue hablando solo, lanzando palabras inconexas al aire, esperando -quién sabe- alguna respuesta. El hombre pasa por delante de mí, hablando y gesticulando, moviendo mucho las manos. No se fija en nada ni en nadie: sólo en sus propias e inconexas palabras. Ensimismado en su absurdo discurso. Algunas de las personas que están en el interior de la sala de lectura levantan las cabezas de sus periódicos y se quedan mirando a ese hombre que camina a pasos lentos y que habla solo. Algunas otras, con las que se cruza, también lo hacen: le miran con cara de perplejidad. Hay algo en quien va hablando solo por la calle que asusta, que echa para atrás. Ahora es bastante frecuente encontrarte con gente que lo hace, aunque no sea de un modo tan exagerado como el de este hombre. ¿Qué mecanismos se enredan en el interior de nuestras cabezas para acabar hablando con un árbol? Más misterios. De hecho, no somos más que eso, un misterio tras otro.
Entro en la biblioteca y, a través del cristal, observo al hombre alejándose, moviendo con exageración las manos, como si estuviese explicando una lección o reprendiendo a un hijo pequeño que acaba de cometer una travesura. Se aleja por los caminos de ese parque en los que, en las noches de otros lejanos tiempos, algunos hombres buscaban sexo con otros hombres. Ah, las historias de los parques. Salgo de la biblioteca. El libro de Pombo ya está en mis manos. Pocas cosas me siguen provocando tanta excitación como la de tener en mi poder el libro que lleva días apeteciéndome leer. Con ese mismo ansia estoy esperando el libro de relatos de Sergi Bellver, "Agua dura", tras leer uno de ellos, "Islandia". Me siento en un banco del parque y empiezo a leer las primeras páginas, el primer capítulo. No puedo evitarlo. Como en aquel tiempo en el que me escapaba de alguna clase para hacer eso mismo, sentarme en algún lugar alejado del mundo y leer. Escaparme de lo que no me gustaba. Inventarme, a través de las palabras de otros, mi propio mundo. Maneras de huir que nunca fallan.   

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